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LETRAS DURANGUEÑAS

Vasconcelos en Durango

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EL SIGLO DE DURANGO

José Vasconcelos, escritor, filósofo, abogado, político, funcionario público y educador, personaje a veces contradictorio y polémico, pero siempre brillante, escribió su autobiografía fundamentalmente en cuatro libros. El Ulises criollo, La tormenta, El desastre y El proconsulado, así en ese orden.

Es en el Ulises criollo, en donde además de abordar cuestiones de sus estudios y de su vida política dentro de la Revolución Mexicana, relata con verdadera maestría sus viajes que hizo a varios lugares de la república mexicana, como a los desiertos del norte y a Campeche.

Pues bien resulta que visitó dos veces Durango, la primera de ellas a la edad de once años en una semana santa como del mil ochocientos noventa y tantos, en compañía de sus padres y de su hermana Lola. La segunda vez lo haría muy joven como fiscal federal. De ambas ocasiones, plasmó en El Ulises criollo, páginas hermosas del recuerdo inolvidable que le mereció Durango, a las cuales me voy a referir con auténtico orgullo durangueño.

De su primer visita, Vasconcelos se refiere al tranvía amarillo tirado por mulas, que pasaba ruidoso tras el estruendo rimado de los cascos de las mulas y las cadenas de las guarniciones, al cielo azul profundo, a las viejas casas lujosas de espacio, a la semana santa celebrada con pompa en aquel Durango de ochocientos noventa y tantos, a la Catedral de conjunto hermoso, a los patios embaldosados y las macetas de flores, a los helados de frutas, al estruendo metálico, melodioso y potente de los campanarios de las iglesias, al cielo diáfano y estremecido de sonoridades victoriosas, al ambiente de trinos de pájaros y risas de juventud, a las piedras pulimentadas, a los patios con arquerías, a los parques dichosos, a las arboledas de rumores, a los cielos de cristal, al ímpetu de la serranía que asaltaba al firmamento y a la brisa de la tarde; y luego a la letra dice:

“Nunca olvidaremos la primera ciudad que regaló nuestra apetencia de hermosura. Otras muchas he visto después, en la meseta mexicana y en otras mesetas, más arquitecturales, más populosas y ufanas de historia y de arte, pero ninguna igualó aquella primera lección de belleza obtenida en Durango.”

La segunda visita, fue en su juventud para desempeñar el cargo de fiscal federal, sustituyendo al licenciado Ángel González de la Vega, padre del Dr. y Maestro Francisco González de la Vega.

Habla de un Durango inmovilizado de los últimos tiempos del porfirismo, en que se podía caminar dos o tres cuadras sin encontrar un transeúnte, del caserío de tonos azules, blancos, ocres o rojos bañado de los rosicleres del crepúsculo, de las montañas distantes teñidas de violeta y de cobalto recortando perfiles en el cielo intenso, que le llenó la conciencia de luz; de un desfile de bellezas lánguidas en la plaza a veces con música, de las estrellas que parecen próximas, de las bellas de finas caderas y quebrada cintura que eran reminiscencia de la estirpe andaluza que dejó loa Colonia y de las plantas aromáticas, así como del hechizo de mujeres misteriosas y presumidas, de la aristocracia de herederas territoriales, que se vestía en Francia pero que rasguñaba la cultura y que lucía sus finos tobillos por los andadores centrales de la plaza, mientras los obreros y labradores se acercaban a la música por la orilla de los andenes laterales..

Dice que en la ciudad, treinta o cuarenta familias vivían con boato, mientras que el resto les contaba los trajes, les admiraba los caballos de tiro de los carruajes, les rozaba apenas el mantón de seda las noches de serenata.

Hizo amistad con el joven abogado durangueño Luis Zubiría y Campa, a quién describe como escéptico, burlón, menudo y gordo, con ojillos inteligentes, barba azulosa y de general estimación.

Escribe que la cuestión social se iniciaba en México, que en Durango una huelga era una cosa rara y escandalosa y que las dos o tres fábricas de hilados y tejidos acostumbraban tratar a sus operarios como a siervos que agradecen ser explotados.

En esta segunda visita a Durango, tampoco falta el matiz idílico y romántico, cuando describe el panorama que contempló desde lo alto del cerro de los Remedios:

… “El caserío de la ciudad desarrolla en el bajo una sucesión armoniosa de tonalidades ocres y rosáceas. La niebla nocturna gana el valle presagiando sueño apacible; dulce paz flota sobre los campos. Se estremece el silencio con los repiques del ángelus, que reúne en las iglesias una que otra beata de tápalo raído… Hubiera querido escribir las puestas de sol. Me faltaba lenguaje para expresar los matices del cielo y las modalidades que en el alma desarrolla cada atardecer”...

Sin duda, era un Durango injusto en su composición social, el que describe Vasconcelos, pero un Durango arcádico en sus mujeres, caserío, cielo y atardeceres, que si bien no era el Paraíso, era casi el Paraíso. (Escrito de la autoría de don Enrique Arrieta Silva, colaborador por años de estas página cultural, recientemente fallecido. En su recuerdo al maestro y amigo).

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS Durango, cielo, criollo,, Ulises

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