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Realidad, voluntad e historia

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RENÉ DELGADO

Si la realidad se doblegara ante la voluntad y sucumbiera ante el tesón y el anhelo de quien está resuelto a transformarla, Andrés Manuel López Obrador ya podría escoger glorieta en el Paseo de la Reforma para levantar ahí la estatua que de sí mismo ansía. El cantar del querer y el poder, sin embargo, no es ese.

La circunstancia y las condiciones -sobra decirlo- dictan con mucho mayor frecuencia la historia de un modo distinto a como sus protagonistas desearían escribirla. Y, en el momento, a través de un virus, le han jugado las contras al mandatario, forzando su mano a escribir fuera de los renglones con letra próxima al galimatías.

Puede el presidente López Obrador empeñarse en forcejear con la circunstancia, pretendiendo someterla a su deseo. Empero, mejor sería reconocerla antes de verse avasallado por ella y obligado a entregar por resultado justo el contrario del que pretende. Cuanto más tarde en empatar esa realidad con la posibilidad de su proyecto, más estrecho será el margen de maniobra para rectificar el curso de la historia que, decía en campaña, haríamos juntos.

Desde la noche misma del día de su elección, Andrés Manuel López Obrador distinguió el tamaño del desafío supuesto en pasar del triunfo electoral a la conquista del gobierno y, de ahí, a la realización de su proyecto.

No era para menos, más de uno de los verdaderos factores de poder contrarios a su ascenso a la Presidencia de la República aceptaban el resultado electoral pero no la consecuencia política. López Obrador no dudó, entonces, en dejar claro y cuanto antes cuatro cuestiones: ejercer el poder, sostener el mando sin importar el costo (cancelación del aeropuerto de Texcoco), fijar la agenda del debate público e imprimir velocidad a su acción a fin de asegurar los pilares de su proyecto. Pasó a la acción de inmediato, actuando en los linderos del acierto y el error y, por lo mismo, asumiendo riesgos.

Con tino adoptó decisiones en el campo de los símbolos del poder (desocupación y apertura de Los Pinos, vuelos presidenciales en líneas comerciales, reducción del aparato de seguridad y de sueldo...) que acrecentaron su liderazgo y popularidad. Cobijó ahí las decisiones de mayor calado en el campo de los signos del poder (democratización sindical, negociación del nuevo tratado trilateral de comercio, aumento salarial, rigor fiscal, disciplina y austeridad financiera, rescate de la industria petrolera, armado y operación de programas sociales, construcción de la Guardia Nacional, cuidado de la relación con el gobierno estadounidense, etcétera), esperando, así, darles tiempo de maduración.

Obvia y naturalmente, la acción presidencial generó reacción y resistencia con un agregado: la velocidad derivó en prisa que, acompañada de la incapacidad de más de un colaborador y una mala instrumentación de planes y programas, dio lugar a problemas. A las zancadillas se sumaron los tropiezos, dificultades que comenzaron a complicar la situación económica y arrojar malos resultados y...

Luego, llegó el virus. Uno de los cuatro jinetes que, como dicho en anterior Sobreaviso, temía el presidente López Obrador.

Si bien el mandatario había logrado sortear los temores relacionados con el gobierno de Estados Unidos, el gran capital mexicano y las Fuerzas Armadas, ante la epidemia -un poder natural desconocido y una variable de difícil control- titubeó en esa complicada decisión de cuánto, cómo y qué tanto parar la economía en atención al peligro para la salud. Con el virus vino la contradictoria política para contener el mal y, en la duda, se terminó por agravar la salud y la economía.

En esas está el país, atrapado por el virus y hundido por el agravamiento del deterioro económico que ya arrastraba desde el año pasado. La circunstancia y la condición metieron en un laberinto a la administración sin que ésta acabara de constituirse en gobierno y consiguiera sentar las bases y el marco jurídico de su proyecto.

Los datos ahí están, no hay otros. Casi diez millones de mexicanos se sumarán a la pobreza; 54.9% de la población en pobreza laboral no puede adquirir la canasta básica; la caída de la economía fue, durante el segundo trimestre, de 18.9%; las pérdidas de Pemex durante el año alcanzan 606 mil millones de pesos... y la epidemia no cede. El virus escribe una tragedia que, en cifras oficiales, ha arrebatado la vida a 46 mil mexicanos, a los cuales se suman las 17 mil 982 muertes provocadas por el crimen que, por si algo faltara, una y otra vez desafía al Estado.

Ya no se corren riesgos. Se corre el peligro no de perder el sexenio, sino la década completa.

Si los ejes de la administración lopezobradorista eran el combate a la desigualdad, la inseguridad y la impunidad, los dos primeros están a punto de fractura: aumentan en vez de disminuir, colocando en un apuro la viabilidad del sexenio.

Ciertamente, el regreso de ese presunto delincuente ansioso por convertirse en delator de sus cómplices y salvar su pellejo, le da una bocanada de oxígeno a la administración en el combate de la corrupción. Sí, pero las revelaciones que se hagan no serán suficientes para desvanecer la gravedad de la circunstancia social y económica nacional. Más ayudan en ese propósito las tenues señales de un mayor entendimiento político con factores y actores económicos y políticos que podrían contribuir a atemperar la situación.

La circunstancia y la condición movieron los renglones de la historia que el presidente López Obrador quiere hacer, escribir y contar y estamparon su sello. Cuanto más tarde en reconocer esa realidad, más difícil le resultará ajustar su voluntad porque, ahora, está claro que querer no siempre es poder.

¿Qué historia quiere contar el Presidente?

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