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De Política y Cosas Peores

De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

Armando: he llegado ya a la edad de dar consejos. Yo, que no los seguí nunca, ahora los asesto impunemente, y además con premeditación, alevosía y ventaja. Los consejos que se piden los da Dios, dice un refrán; aquéllos que no se piden los da el diablo. Tú no me has pedido el consejo que ahora voy a darte; por eso mismo tendrás que sufrirlo con paciencia. El consejo es éste: en lo tocante a amores jamás trates de revivir lo que ya ha muerto. Yo he pretendido varias veces resucitar el pasado, y siempre he salido del intento con descalabraduras. El verbo amar siempre ha de conjugarse en tiempo presente, si me permites hacer una frase hecha. Lo que pasó pasó. Es pretérito, perfecto o imperfecto, pero pretérito al fin. ¿Te he contado de la vez que un ángel me mandó al demonio? Nos conocimos ella y yo, primero socialmente, en forma bíblica después, cuando los dos éramos todavía jóvenes y dueños de nuestras personas, hasta donde es posible ese derecho real. Nada nos ataba a nada; si algún nudo teníamos con algo -con el destino, por ejemplo- no lo sabíamos. Nos amamos entonces con la libertad que la inconsciencia da. Emprendimos un viaje por Europa, para lo cual reunimos los escasos dineros que teníamos. Cumplimos de mochileros el recorrido clásico: Francia, Italia, España. Atravesamos el Golfo de Vizcaya en un barco de carga y fuimos a Inglaterra. Cruzamos el canal de la Mancha en un extraño navío llamado hovercraft, capaz de ir sobre el agua y la tierra. De Francia pasamos a España por los Pirineos. Hicimos el Camino de Santiago. En penitencia por los pecados que habíamos cometido, decía ella. Y por los que íbamos a cometer, decía yo. Hacíamos el amor todas las noches bajo la Vía Láctea, Camino de Santiago abajo; Camino de Santiago arriba. Lo hacíamos en las veredas apartadas; en incómodas hospederías; de pie sobre la noche, recargados en los muros de pueblos silenciosos. A veces nos amábamos a plena luz del día, bajo un puente o tras los matorrales del sendero por el que iban los peregrinos. Un día nos vio un pastor de cabras en el momento de mayor momento. Se quitó el sombrero y nos dijo ceremoniosamente: "Que aproveche". Cuando llegamos a Santiago nos juramos amor eterno ante el Apóstol. Los amores eternos, sobrino, suelen ser efímeros, pero este amor efímero nos parecía eterno. Terminado el viaje cada uno tomó su propio camino. Al principio nos escribíamos cartas apasionadas, de seis hojas escritas por ambas caras, después por una sola, y luego de cinco páginas, de cuatro, tres, dos y una. Finalmente dejamos de escribirnos sin más motivo que el de la dejadez. Pasó el tiempo. Un día creí verla en un restorán al que había ido yo con amigos. Era la hora de la comida; estaba con un hombre. Parecían esposos, por la mirada perdida de los dos, por el silencio en que comían. Ni siquiera estoy seguro de que era ella, aunque tenía sus mismos ojos, su mismo color de tez, la misma postura erguida que asumía en presencia de la gente. Se me ocurrió una idea. Pasé junto a ellos y dije con deliberada lentitud: "Que aproveche". Esperaba que ella tuviera alguna reacción, que me dijera "Hola", que se alegrara al verme, al oír aquella frase que tanto habíamos celebrado. No dijo nada. Fue el hombre quien respondió: "Gracias". Me había equivocado. No sé por qué pensé que era ella. Transcurrieron unos meses. Y un día estaba yo con otra dama en ese mismo restorán cuando de pronto pasó junto a la mesa una mujer que tenía los mismos ojos de aquélla mujer, su mismo color de tez, la misma postura erguida que asumía en presencia de la gente. Al pasar dijo: "Que aproveche". FIN.

Escrito en: De Política y Cosas Peores mismo, Santiago, amor, Camino

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