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De Política y Cosas Peores

De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

Nuestro rey es puterito". Así me dijo una señora de Madrid hablando de Juan Carlos, entonces rey de España. Se contaba, me contó, que con frecuencia Su Majestad escapaba por las noches del palacio real y se iba en su motocicleta en busca de aventuras galantes con damas de toda condición, aventuras -venturas- que no tenía dificultad en encontrar tanto por su apostura de varón como por su calidad. Donde sí tenía dificultades era con la reina, quien estaba muy al tanto de sus devaneos. Más temprano que tarde las esposas se enteran siempre de los desvíos de sus cónyuges. No lo digo por alarmar a nadie, pero nunca falla la ominosa sentencia según la cual "Lo que de noche se hace de día aparece". No me extrañó oír el relato de los pecados y pecadillos de cintura abajo de don Juan Carlos. En otro espacio y tiempo he recordado la historia de Amadeo de Saboya, uno de sus antecesores en el trono español. Escándalo de la pacata burguesía madrileña, ese monarca tenía una amante italiana con la que se entretenía en horas de trabajo, por lo cual los asuntos del reino andaban de cabeza. Sin el conocimiento del monarca el Consejo de Ministros hizo que dos agentes raptaran a la mujer un día que salió de compras y la pusieran en un barco que la llevó de vuelta a Italia. Amadeo se consoló prontamente con una de las damas de la reina, nueva amante a la que no tardó en hacer a un lado para conchabarse con otra. La abandonada le hizo imposible la vida al soberano con toda suerte de querellas y amenazas. El rey les pidió a sus ministros que la libraran de esa fiera, igual que habían hecho con la otra. Imposible, negaron los ministros. La señora de Italia era extranjera. En cambio la segunda era española, y estaba protegida por la Constitución. "¡Este país es ingobernable!" -estalló Amadeo, quien poco después hubo de abdicar a causa de desórdenes políticos, levantamientos y asonadas. Regresó a Italia echando pestes de los españoles. Juan Carlos, por su parte, acaba de salir de España a un forzado exilio bajo acusaciones de corrupción. Destino aciago el suyo, digo yo. Pero también digo que lo bailado quién se lo quita. El bondadoso padre Arsilio cerró las puertas del templo cuando era ya de noche y encaminó sus pasos a la casa parroquial. Al atravesar la solitaria alameda del pueblo oyó en la oscuridad, tras un seto de arbustos, ciertos jadeos, respiraciones agitadas y murmullos de pasión. Se asomó al sitio de donde provenían tales ruidos y vio a una pareja en pleno trance de erotismo. "Hijos míos -los amonestó paternalmente-, no incurran en actos de fornicación". Entre acezos replicó el sujeto: "Tomaremos en cuenta sus palabras para futuros actos, padrecito, pero en éste ya vamos muy adelantados". El gerente del hotel y su recepcionista vieron a través de la ventana del jardín a los recién casados que acababan de ocupar la suite nupcial. Los novios saltaban alegremente sobre la cama, y tomados de las manos reían jubilosos. Comentó el de la recepción: "Desde que se registraron me di cuenta de que estaban demasiado jóvenes para el matrimonio". Don Chinguetas y doña Macalota notaron que su intimidad conyugal se había vuelto aburrida, rutinaria. Decidieron acudir a la consulta de un terapeuta sexual. "Pongan algo de aventura en su relación -les aconsejó el especialista-. Esta noche imaginen que están haciendo el amor en un barco velero frente a la romántica bahía de Nápoles. Eso avivará en ustedes la llama del deseo". Al día siguiente doña Macalota llamó por teléfono al facultativo y le dijo que lo de la fantasía del velero no había funcionado. "¿Qué sucedió?" -preguntó el terapeuta. Contestó doña Macalota: "Mi marido no pudo izar la vela". FIN.

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