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SORBOS DE CAFÉ

Si murieras a diario

SORBOS DE CAFÉ

Si murieras a diario

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MARCO LUKE

Las plegarias salían por la puerta principal de la casa de adobe, evaporándose para confundirse con la humedad provocada por los incandescentes rayos del sol bebiéndose con tragos desesperados los charcos de la lluvia de la noche anterior.

El calendario ya caminaba avanzando sobre el tercer milenio, pero la calle empedrada, los adobes roídos por la lluvia y el presupuesto gubernamental invertido en promesas que jamás se cumplieron, sentenciaban al pueblo a quedarse atrapado en los principios del siglo XX.

Una rústica carpa colocada sobre troncos encajados dentro de cubetas de manteca y apretados con roca volcánica, ostentaba en su techo una vieja lona cubriendo a los dolientes mientras rezaban el rosario, y a los gorrones, quienes, con tal de recibir otro trago de mezcal, imitaban sin interés las letanías, alargando el brazo entre velos y libritos de oraciones, buscando el chorro que caía de la botella ahumada.

Era la segunda vez que velaban a Elenita, como le decían cariñosamente los vecinos inspirados por las facciones angelicales que adornaban su rostro. La primera vez que había muerto, alcanzó a golpear el ataúd segundos antes de ser sepultada, por suerte, logró despertar de la catalepsia mal diagnosticada por el poco actualizado y muy desinteresado galeno de la región.

Después del terror entre los presentes, el instintivo amor de su prometido lo arrojó a abrir el cajón a golpes, sacarla y recibirla en el mundo de los terrenales con un beso resucitado.

Desgraciadamente, esta ocasión, su despedida sería definitiva.

Sentado a un lado del féretro, recargaba su cabeza sobre la pared de madera que los separaba del cuerpo de ella por centímetros, pero de su alma, por una eternidad.

Hacía un año de aquel increíble suceso donde Elenita había vuelto a la vida, y aunque de vez en vez, él se asomaba y creía verla respirar, sólo era un espejismo instintivo para sentir menos dolor.

No lloró como aquella vez, esta vez, se le veía sereno, como quien se satisface con un buen platillo de comida y come sin excederse.

"Llora Aurelio, desahoga tu alma", le consolaba Julio, su mejor amigo, apretando con empatía su hombro. Aurelio sonrió sincero, pero levemente.

"No hay nada que desahogar", dijo tranquilo.

"¿Acaso no la extrañas?", una indignación involuntaria desenterró el cuestionamiento.

"¡Como un loco!", contestó asomando apenas la impotencia domada hace meses.

"Entonces ¿por qué no lloras?", insistió Julio sin comprender el anómalo modo de llevar el duelo de la mujer a la que se ama.

"Cuando la perdí la primera vez, creí que el dolor me mataría. Fui el hombre más feliz y afortunado del mundo por haber visto resucitar al amor de mi vida.", explicaba sin perder su serenidad.

"Pero esta vez, Aurelio, la has perdido para siempre", dijo tajante y crudamente su amigo.

"No, Julio", lo miró fijamente. "Después de aquel reencuentro, cada noche antes de dormir, ella moría junto con la noche", suspiró. "Para mí, ella resucitó 365 veces, las mismas que me entregué para siempre".

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