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No bajar la guardia

JUAN RAMÓN DE LA FUENTE

El aumento exponencial de casos con COVID-19 reportado en las últimas semanas, en todo el mundo, es alarmante. Lo que se registra cada día se aproxima a lo que anteriormente se registraba cada semana, y esto equivale (más, menos) a lo que se registraba cada mes. Por eso es exponencial. Resulta imposible predecir hasta dónde llegará.

Reviso el primer artículo que escribí sobre el tema en este mismo espacio hace menos de un año, el 27 de enero: 56 muertes, dos mil personas infectadas. El saldo más reciente, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), es de casi un millón y medio de muertos, y más de 57 millones de personas infectadas. El embate ha sido brutal.

A nivel global, las repercusiones en todas las esferas de la vida son graves: los nuevos pobres se cuentan por millones (de personas), las pérdidas económicas en trillones (de dólares), la crisis ambiental en su mayor apogeo (en casi todo el planeta), el descontento social generalizado (en prácticamente todos los países), y una palpable ausencia de liderazgos capaces de cohesionar a un mundo dividido y fragmentado. Aunque comparten narrativas solidarias, la verdad es que cada quien va por su lado: la ONU, el G-20, los Organismos Financieros Internacionales (léase Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional). No hay mecanismos de gobernanza global efectivos, al menos por ahora.

No se trata, por supuesto, de quedarse con una visión apocalíptica que sólo desalienta, sino de alertar una vez más y mandar una señal clara: los tiempos -inmediatos y mediatos- serán críticos y hay mucho por hacer. Para empezar, no bajar la guardia. Entre el hastío y las celebraciones del fin de año, la frustración y la impotencia, se crea un terreno fértil para el descuido personal.

Al hombre más poderoso del mundo lo derrotó este enemigo invisible, un microorganismo que sólo puede reproducirse en células vivas y que yo francamente no creo que sea parte de una conspiración china. Más bien pienso que no lo midió bien. Desoyó a sus generales, que son científicos reconocidos, expertos en estas guerras. Ciertamente la ciencia se equivoca, pero eventualmente corrige. Sus métodos de trabajo están diseñados para eso. Los de la política no. La experiencia acumulada en este pandémico 2020 tiene mucho que ofrecer. Conviene revisarla, aprender de los aciertos -los ha habido- y también de los errores.

Hoy sabemos, por ejemplo, que lo que mejor funciona en lo preventivo, no es una medida aislada sino la combinación de varias, simultáneamente: la sana distancia+lavarse bien las manos varias veces al día+el uso de cubrebocas+no ir a lugares tumultuosos+evitar estar en espacios cerrados con personas extrañas+hacer pruebas ante la sospecha de síntomas o por exposición a riesgos+rastrear contactos posibles+recibir atención médica temprana, por mencionar aquellas que están mejor documentadas. Todo ello conlleva a alcanzar la que, en mi opinión, es la más importante: generar una auténtica conciencia colectiva de cuidarnos los unos a los otros. Me cuido yo para cuidarte a ti, pero para que esto en verdad funcione, tiene que ser recíproco.

Un problema particularmente complejo lo representan los portadores asintomáticos. Son probablemente los que más contagios han causado. A nivel político, el error mayúsculo ha sido confrontar la seguridad colectiva con la actividad económica, como si fueran excluyentes la una de la otra. Las dos posiciones han arrojado grandes pérdidas. Más allá de sus alcances biológicos y psicológicos, el virus resultó también tóxico para la política y para la economía. Dislocó el orden internacional y marcará sin duda el fin de una época.

La salida a esta etapa de contagios masivos vendrá con las vacunas. Las heridas económicas y sociales tomarán más tiempo, mucho más. Pero tampoco las vacunas serán mágicas. Los anuncios recientes sobre la gran eficacia que tienen algunas vacunas han beneficiado, hasta ahora, a las propias empresas farmacéuticas.

Los resultados conocidos son ciertamente alentadores, pero hay que tomarlos con reserva. Lo explican muy bien los expertos en vacunas de la Clínica Mayo. De los 43 mil voluntarios sanos estudiados en uno de los ensayos clínicos que han sido rigurosamente diseñados y ejecutados, 170 desarrollaron síntomas y fueron positivos para COVID-19 en las pruebas de laboratorio. De esos, 162 habían sido vacunados con un placebo. Se calculan entonces las posibilidades de contraer la enfermedad en los dos grupos, tanto a los que se les inyectó un placebo como los que realmente fueron vacunados, y así se estima la eficacia, que en este caso fue de casi el 95%. Cuando no hay diferencia entre los grupos la eficacia es cero.

Es probable que las cifras dadas a conocer tiendan a bajar cuando la aplicación sea masiva. En cualquier caso, pronto tendremos vacunas seguras y eficaces, bienvenidas, seguramente salvarán muchas vidas. Sin embargo, para desacelerar la propagación del virus y alcanzar un verdadero impacto social, colectivo, masivo, tardaremos meses. Quizás años. Vacunar a unos cuantos, aunque sean millones, no resuelve por sí misma la pandemia. Tocará a cada país preparar sus propios programas nacionales de vacunación. México tiene mucha experiencia en la materia y buenos expertos. Hay que preparar el esquema (su distribución y aplicación), alistar la infraestructura (la red fría, sobre todo) y tener debidamente preparados los recursos humanos que se van a requerir en esta etapa. Son tiempos para mostrar la fuerza social del Estado. La población necesita seguridad y protección.

Embajador de México ante la ONU

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