Kiosko

SORBOS DE CAFÉ

Minerva desnuda

Sorbos de Café

Minerva desnuda

Minerva desnuda

MARCO LUKE

Con las manos en el volante, y mis ojos recargados en tu escote reflejado en el retrovisor.

Habíamos salido de un bar apenas un par de minutos atrás para buscar un mejor lugar.

Recorríamos las calles mojadas, sobre el pavimento mojado brillaban las lámparas dejando cristales rotos tras de nosotros, cercenados por huellas invisibles de nuestra prisa y las ansias de besarnos.

La sombra te había vestido con un velo que dejaba apenas al descubierto tus ojos coquetos, y se deshilaba en la sombra de las gotas que resbalaban por tu mentón y por tu pecho.

Los últimos hilos alcanzaban a caer en tu vestido negro donde se fusionaban y desaparecían para siempre.

La avenida nunca había sido tan larga como aquella noche. Los semáforos invadidos de envidia decidieron entorpecer nuestro recorrido, pero jamás pudieron detener nuestra sangre agolpada debajo de nuestra ropa.

Siempre me había considerado un admirador de la bella arquitectura adornando las calles de Guadalajara, y disfrutaba, a pesar de las horas interminables de tráfico, las bellas casonas sobre la avenida Vallarta, la elegante Minerva, y mi mente escapaba al pasado cada vez que cruzaba sus históricos arcos; pero esa noche, me convertí en un fanático de tu sensualidad.

Nuestro destino todavía estaba separado de nosotros por casi media hora, porque, a pesar de que la madrugada nos liberaba del pesado tránsito tapatío, un par de amigas tuyas y mi copiloto balbuceando tonterías propias del exceso de alcohol, nos estorbaban mucho más que la propia ropa.

Palpando las medidas viales en mi mente para calcular el tiempo que tardaría en dejar a cada uno de mis pasajeros, la noche amenazaba con permitir al amanecer estropear mis planes de amanecer en tus brazos.

No podíamos perder nuestra última noche juntos y dejar de escribir un capítulo que me llevaría por siempre a mi nuevo hogar. Esa noche, me despedía de la perla tapatía y quería llevarme su saliva en mis labios, sus manos marcadas en mi espalda y su aliento en mi pecho.

Y de pronto, como un milagro destilado por tus palabras rescataste a la noche.

-¿Podemos ir a tu casa? Necesito usar el tocador"- Dijiste marcando una sensual sonrisa, y no hubo más remedio que hacerme cómplice de tu plan.

-¡Claro!- Respondí al mismo tiempo que viraba en la primera calle que me permitiera retornar el camino.

El silencio cansado sostenido por la resignación de tus amigas aceleró mi corazón. Mi casa no estaba lejos y tu cuerpo cada vez más cerca del mío.

Las luces rojas también cedieron dibujando una línea verde que nos acompañó hasta llegar a ver las puertas y las torres de catedral.

Aún con la inercia del vehículo, alcancé a ver la estatua de José Clemente Orozco erguido y orgulloso, acompañado del resto de los grandes hombres y mujeres que ha dado Jalisco inmortalizados en la rotonda.

Quedaban varias cuadras para llegar al domicilio, y justo cuando pasamos frente al panteón de Belén, instintivamente, ambos volteamos para ver la oscuridad detrás de la reja donde resguarda decenas de misterios e historias.

Eso fue lo único que faltaba para entender que, si para el resto de los pasajeros les era indiferente lo que a nosotros nos despertaba curiosidad, estaba escrito entonces que estábamos unidos más allá de la carne.

Cuando por fin llegamos, todavía no terminaba de apagarse el motor y yo ya estaba esperándote en la puerta, buscando la llave mientras mis manos temblaban.

Te acercaste por la espalda para abrazarme y rompiste nuestro secreto frente a las acompañantes indiferentes quienes ya sospechaban de nuestros amoríos.

Entramos juntos, nos tomamos de la mano hasta la sala donde nos soltamos para diseñar una estrategia de emergencia.

Tú entraste al tocador reconciliando al pretexto con una verdad que dejaba a la culpa a la deriva: o la rescataba para no perderte, o la dejaba ahogarse junto al calor desbordándose por las ventanas.

Entraste a la pieza y a media luz, sin pensarlo, arrebaté de tus manos la ropa que apenas amoldabas a tu cintura.

No hubo cama, sólo una silla bastó para quedarme dentro de ti por siempre; no hubo intimidad, a través de la ventana la ciudad fue testigo de tu vestido y mi pantalón tirados en el piso; no hubo noche... solo eternidad entre las avenidas.

Escrito en: Sorbos de café manos, hubo, estaba, nuestra

Noticias relacionadas

EL SIGLO RECIENTES

+ Más leídas de Kiosko

TE PUEDE INTERESAR

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas