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La dimensión ética del COVID

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La dimensión ética del COVID

RAÚL ROJAS

¿Cómo lo que en un país se considera un fracaso, con sólo 8.5% de exceso de decesos, en otro, con 67% de exceso, se presente como un gran éxito de políticos?

El mundo va saliendo de la epidemia del COVID de manera muy desigual. Mientras en algunos países la vacunación ha avanzado mucho, en otros apenas se ha inoculado a una pequeña parte de la población. Debido a esto, variantes más agresivas del virus han provocado nuevas oleadas. En México ya prácticamente no se habla de los estragos de la epidemia y, aparentemente, el gobierno cantará victoria próximamente. Pero veamos el costo en vidas humanas.

La "vacuna mexicana" resultó ser el contagio con el virus y no aquella que se quiere licenciar de un laboratorio. Los datos de la misma Secretaría de Salud apuntan a que más de la mitad de los mexicanos se enfermaron de COVID en 2020 y 2021, muchos sin experimentar síntomas. Eso lo ha reconocido públicamente hasta el siempre contento subsecretario de Salud. Todos esos contagiados han desarrollado anticuerpos que no los protegerán indefinidamente, pero sí por quizás ocho o más meses.

El "costo de desarrollo", por decirlo así, de la vacuna-contagio fue la pérdida en vidas humanas que, de acuerdo a los datos de exceso de mortalidad en México, alcanzaba las 466 mil personas hasta la semana 14 (principios de abril). Para fines de mayo eran más de medio millón de decesos sobre lo esperado, con relación a 2018 y 2019.

La gestión de la epidemia fue un desastre, por donde se le vea. El mismo hecho de maquillar las cifras, reconociendo sólo 222 mil defunciones "oficiales", hasta el 27 de mayo, indica que estos "otros datos" tienen un fin político: cementar el discurso de que en México desde que comenzó el sexenio todo es una maravilla.

Habría que comparar con otros países para ver que intervenciones oportunas lograron reducir el número de víctimas. Un ejemplo es Japón, donde han muerto menos personas que en un año normal. Allá, cuando brotó la epidemia, todos se pusieron mascarillas. Mientras en México el autocomplaciente subsecretario aún decía en julio que las mascarillas no eran útiles. Desde el Ejecutivo hasta funcionarios de más bajo nivel, el no usar la mascarilla era casi como un alarde cotidiano de machismo. Igual que Trump.

Los datos lo muestran: los gobiernos con los peores resultados de salud son los que privilegiaron el desempeño económico sin importar el costo en vidas, el ejemplo es Gran Bretaña, que al principio siguió ese camino. En México nunca se dijo explícitamente, pero en los hechos se siguió la misma estrategia.

En el país todo se mide en periodos de seis años y la epopeya transformacional en curso no podía detenerse en 2020 por un simple virus. De ahí que la recomendación a la población fuera seguirse abrazando y no ponerse el cubrebocas. Dentro de esta estrategia implícita jugaba también un papel importante el minimizar el número de pruebas de COVID. Si no los buscamos, no los encontramos. Si no los encontramos, no existen. A muchos se les envió a casa, hasta estar graves. Muchos murieron en sus hogares o camino al hospital.

En Alemania murieron 8.5% de personas por encima de lo esperado en el periodo. En México murió el 67% de más. Y, sin embargo, en Alemania estos resultados son un fracaso de la política de gestión de la epidemia.

¿Cómo lo que en un país se considera un fracaso, con sólo 8.5% de exceso de decesos, en otro, con 67% de exceso, se presente como un gran éxito de políticos patriotas y visionarios? Yo diría que la diferencia es un problema ético y la indiferencia que ya alcanzamos en México respecto a la muerte cotidiana de decenas de compatriotas.

En el mundo imaginario de la 4T, donde todo es maravilloso, todos esos muertos cayeron por la "causa", que en este caso es sólo el engrandecimiento narcisista de un autócrata obsesionado con restaurar el pasado. Y por más que se hable de la "economía moral", todo lo que aquí sucedió, en aras de no afectar los planes económicos, ha sido profundamente inmoral.

A la memoria de Mauricio de Maria y Campos, un servidor público como se debe.

La relación entre un gobierno estatal y el central puede ser conflictiva. Normalmente esas diferencias suelen procesarse rutinariamente. Sin embargo, en ocasiones pueden llevar al choque frontal entre el carácter "libre y soberano" de una entidad federativa y las instituciones nacionales. La defensa de la soberanía de Sonora, por ejemplo, fue el pretexto para que en 1920 Obregón y los suyos se lanzaran contra el gobierno de Carranza -rebelión de Agua Prieta- y lo acabaran.

Teóricamente, cuando ocurre un choque de soberanías, hay un tercer poder que debe solucionar las diferencias antes de que la sangre llegue al río. Sin embargo, ese tercer poder, el judicial, no dispone por sí mismo del elemento que es la razón última en política: la fuerza. Se supone que el gobierno federal es el poseedor de la característica distintiva del Estado: el monopolio del ejercicio de la fuerza legítima. Claro que cuando varios gobiernos estatales unen sus soberanías pueden dar batalla al gobierno central, como fue el caso de los estados confederados norteamericanos en los 1860. En el México de inicios del siglo XIX, Zacatecas tenía una guardia nacional con capacidad de retar al gobierno central y en la Sonora de 1920 el gobernador fue el jefe formal, aunque no real, de esa fracción del ejército que derrocó a Carranza.

Lo anterior viene al caso por el desafuero del gobernador de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca (FGCV) desaforado por los diputados federales al finalizar abril por considerar válidas las acusaciones en su contra por un delito muy puntual -defraudación fiscal- pero al que pudieran añadirse operaciones con recursos de procedencia licita y otros. El congreso tamaulipeco ha rechazado el desafuero y considera que mientras FGCV esté en Tamaulipas, la soberanía estatal lo protege. Por su parte, la Suprema Corte ha pospuesto pronunciarse de manera clara.

Las contradicciones en la relación entre los responsables políticos locales y el poder central son milenarias. Ya en la República Romana, por ejemplo, los gobernadores de las provincias eran senadores poderosos que estaban más dedicados a llenar sus alforjas que a forjar un buen gobierno, lo que generaba descontento local y un problema para Roma. Acá, las reformas borbónicas de la época colonial buscaron, entre otras cosas, reducir las contradicciones entre los intereses de responsables locales y los del gobierno de Madrid. Tras la independencia la debilidad del gobierno central frente a los poderes estatales fue un gran obstáculo para dar forma a un proyecto nacional.

Al final del siglo XIX la situación se revirtió y el régimen porfirista empleó una pluralidad de mecanismos para que casi sin violencia los gobernadores fueran dóciles instrumentos del dictador. La Revolución tiró ese tablero y gobernadores o hombres fuertes locales adquirieron gran autonomía. El expresidente Calles es su papel de "Jefe Máximo" y después el presidente Cárdenas, usando al recién nacido partido del Estado (PNR, PRM) y al ejército, se impusieron sobre gobernadores y caciques locales. A partir de la segunda mitad del siglo pasado no se movía una hoja del árbol político en los estados sin la voluntad del señor presidente. Pero con la llegada de la descentralización tecnocrática de los 1980 y los cambios de partido en la presidencia y en buen número de estados en el siglo actual, ese sistema se vino abajo y de nuevo brotó la primacía de intereses locales, con frecuencia corruptos, sobre el proyecto del Ejecutivo.

A lo que debemos aspirar de cara al futuro es a navegar el difícil mar democrático de la pluralidad política, pero sin aceptar que la corrupción local encabezada por ciertos gobernadores use como defensa la divisa constitucional de "El Estado Libre y Soberano de..."

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