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MARCO LUKE

La cancha era nuestra.

El terreno de juego no tenía pasto, estaba cubierto de una gruesa capa de pavimento.

Para un niño de 5 años, correr de la banqueta en donde se encontraba mi portería hasta la acera de enfrente, significaba un esfuerzo titánico.

Por eso mismo la mejor estrategia era cuidar mi portería, esa hielera de nieve donde dibujamos con un plumón negro una desalineada red, dejando un espacio grande para el nombre del equipo que conformábamos Alonso y yo: CRUZ AZUL. Nosotros dos representábamos a los cementeros y siempre, invariablemente, jugábamos con nuestro enemigo natural: el América.

Bueno, con tres de sus más fieles seguidores; Emanuel, Raúl y Miguel.

Y ahí estaba yo, viendo como Cuti (como hasta la fecha apodamos a Alonso) dejaba el alma en el campo de juego intentando deshacerse de la férrea defensa de los contrincantes, entre los cuales estaba su hermano Melo (alias de Emanuel) mientras que yo no dejaba ni por un instante mi labor de guardameta.

De pronto, un grito desesperado de mi colega pidiendo mi ayuda, me hizo correr a toda velocidad a aquel extremo del campo, o de la calle, más bien.

En unos segundos llegué a ese lado y mientras todo el equipo atacaba a mi pareja, un pase hábil y exacto consiguió colocar el balón justo en mis pies.

Los tres americanistas quedaron inmóviles ante el inminente peligro, y yo, pasmado frente a la gran oportunidad de meter el primer gol en mi corta vida. Sin más que pensar, pateé la pelota torpemente, la lentitud de su recorrido congeló la escena.

La bola topó en la orilla de la blanca portería para cortar aún más su velocidad dejándole lo justo para que ante los ojos de todos los testigos y nuestra afición imaginaria celebráramos como locos, el primer gol de mi historia con el Cruz Azul.

La sonrisa perduró en mi rostro todo el verano y los colores azules se quedaron para siempre en mi corazón.

Recién nacía mi afición por la máquina celeste cuando tuve que sufrir la primera gran derrota.

Eran finales de los ochenta, y aún recuerdo esa noche donde las águilas derrotaron en la final 3 goles a 2 a mi equipo.

Aunque debo confesar que la decepción deportiva estuvo bien amortiguada por la compañía de mis amigos, mis primos y las ricas hamburguesas del famoso "Cherry" que degustamos mientras veíamos el juego en una pequeña televisión portátil resguardados en la camioneta "van" propiedad de la familia de mis vecinos.

Comenzaron los noventas y mi lealtad se puso a prueba una vez más cuando los cementeros cayeron una vez más pero ahora en contra de los rayos del Necaxa como preámbulo al mundial de EUA en el año 1994, donde por cierto, también fue un torneo triste para nuestro país.

Después de esa derrota, recuerdo haber platicado con mi abuelo quien me contó cómo nació su afición por los colores azules. En uno de sus tantos viajes como camionero tuvo la fortuna de visitar las instalaciones de la cementera en Hidalgo, donde vio entrenar a equipo, justo en la gloriosa década de los 70.

También, compartía el mismo sentimiento por el equipo mi tío Enrique, y por alguna razón, siempre fui su consentido. La vida me seguía atando a esos colores.

Por fin, después de 17 años, llegó el campeonato derrotando al León, con una feroz patada del arquero Comizzo al héroe icónico Carlos Hermosillo, y mi tío Pepe y un servidor, nos indignamos como si el golpe lo hubiéramos recibido nosotros.

Pero todo valió la pena cuando el penal cobrado le dio el triunfo y la copa al Cruz Azul. No es necesario describir cómo Pepe y yo brincábamos como locos, y así, vivía por primera vez un campeonato de la Máquina.

Lamentablemente, después de ese sufrido triunfo vinieron los peores años para el equipo cementero, sin embargo, hubo muchas cosas que compartir y a pesar de la sequía, me regaló momentos que llevo siempre en el alma.

Anécdotas como, aquella donde mi primo Iván y yo tuvimos la oportunidad de ver jugar a nuestro equipo y ganarle al Atlas de Guadalajara en el hermoso estadio Jalisco, aunque lo más emocionante tuvo lugar al término del partido y afuera del estadio cuando las respectivas porras se enfrentaron por lo que muchas veces lamentablemente mancha al deporte: el enfermizo fanatismo.

Para mí, lo único importante en ese momento era proteger a mi familia, a mi primo menor. Y entonces me di cuenta de lo que verdaderamente me une al deporte: la familia.

Porque, a pesar de que el tío Raúl sea americanista de corazón, nunca voy a olvidar ese viaje a zacatecas donde me enseñó a cantar; ni la "rivalidad" entre mi padre y yo cuando ganan sus Pumas; ni tampoco la cálida hospitalidad de mi primo Erick cada vez que visito la perla tapatía, a pesar de su inclinación por los equipos jaliscienses; ni el cariño que le tengo a mi tía Malena aunque su corazón se "santista"; ni la amistad convertida en hermandad de mi compadre Jaime aunque no sea tan azul como yo.

Y claro, como buen padre, desde hace un par de torneos, visto a mis hijas con la playera de mi equipo.

Hoy, después de 23 años, el Cruz Azul ha vuelto a levantar una copa y yo, sigo teniendo la bendición de tener una familia.

Escrito en: Sorbos de café equipo, Cruz, primo, siempre

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