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La lectura vehemente

JESÚS SILVA-HERZOG

JESÚS SILVA

No quiero hablar del librito aquí. Me interesa hablar de su lectura. En un libro, un ensayo, un artículo está el autor y su tiempo. En la lectura estamos nosotros, nuestros reflejos, la atmósfera que respiramos. Ahí están nuestros prejuicios y nuestros reflejos. En toda lectura se ponen en evidencia las trampas en las que caemos cotidianamente. ¿Qué pasamos por alto en un párrafo? ¿Qué nos llama la atención? ¿Qué nos irrita? ¿Qué nos sorprende? ¿Qué nos resulta trivial? Sean antiguos o recientes, los libros nos plantan un espejo. Nos mostramos en nuestra reacción a los textos, sean los de hoy o los de hace un siglo. El lector revela sus entusiasmos y sus cegueras, su tolerancia o su cerrazón. En otro momento valdría la pena detenerse en la curiosa cartilla de Alfonso Reyes que ha suscitado tan intensa polémica. Hoy quisiera detenerme en otra cosa: en el ruido que ha provocado ese texto, después de setenta y cinco años de haber sido escrito. Tal vez diga algo sobre nosotros, sobre nuestro tiempo. Sobre nuestra conversación y nuestra política.

Es ella, la política, la que ha tomado las riendas de la lectura. Con su torpe espíritu binario, tan simple como intenso, ha sometido a muchos lectores que, lejos de disponerse a desentrañar las complejidades de un texto, se apresuran a sentenciarlo y a compartir por todos los aires su veredicto. Se trata siempre de una sentencia rotunda y fulminante; tal libro es una basura, aquel es una antigualla que ya no nos dice nada, este es una joya, y el que acabo de leer, un clásico "imperdible". Es una forma de lectura vehemente que solo se expresa con exclamaciones: la indignación o el deslumbramiento. Se lee así para alimentar el prejuicio, para intensificar convicciones, para petrificar creencias. Una mancha en el texto sirve para descartarlo de plano. Una discrepancia basta para decretarlo como pernicioso. Las palabras aparecen como munición de la guerra y no como lo que pueden ser: armisticio. La posibilidad de suspender hostilidades, de lograr entendimiento, de abrir un paréntesis a los simplismos que nos estrangulan. Apreciar un elemento del texto sin que eso suponga asentimiento de todo. La discrepancia puede coincidir con la admiración. En los libros hay una oportunidad de diálogo, una posibilidad de ver el mundo con otros ojos. Pero la lectura vehemente no se atreve a imaginar la razón de los otros, el tiempo de los otros, la verdad de los otros. No muestra disposición alguna a reconocer mérito en el adversario intelectual. Y se cuela así al mundo de los libros, de las letras, del argumento esa abominable expresión que manda al enemigo al basurero de la historia. Hay libros, nos dicen, que deben tirarse, como las cáscaras de huevo, las latas vacías y los trastos inservibles, a la basura.

El lector vehemente se acerca a un texto con una sola misión: encontrar la referencia que ubique el texto en el casillero adecuado. Lectura de aduanero. No se trata de emprender la lectura para disponerse a la sorpresa. No se trata tampoco de buscar el aprendizaje o el disfrute. Sordo al tono, sordo a la voz, quien lee de ese modo se apresura a detectar la filiación del texto para sellarlo. Sellarlo con una etiqueta y así cerrarlo. Estas letras son enemigas. Este libro es de los nuestros. Se renuncia de este modo al diálogo. No es este tosco afán de etiquetar los libros una expresión de la crítica sino la abdicación a ese ejercicio de la ponderación. Este lector se acerca a los libros como si fueran sustancias químicas a las que hubiera que catalogar como tóxicas o medicinales. En sus juicios se desliza una advertencia. ¡Cuidado! Este libro, este texto puede ser nocivo para la salud. Libro reaccionario, colonialista, misógino, populista, tiránico. Manténgase alejado de sus párrafos y maldiga al miserable que lo escribió y a los incautos que lo leen.

Toda convicción es una vanidosa parcialidad. Una autorización al prejuicio. Una interesada ceguera. Blas Pascal, uno de los más grandes sabios en la historia occidental, uno de los matemáticos más brillantes de todos los tiempos supo contraponer la sutileza al juicio tajante de la geometría. Sutileza es lo que nos hace falta para leer y para participar en la vida pública.

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