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Nuestras raíces tepehuanas

Nuestras raíces  tepehuanas

Nuestras raíces tepehuanas

MARÍA CRISTINA SALAS

Mamá ¿qué es aquí? Pregunté cuando pasábamos por una puerta en la calle Pateros cerca de la esquina de Fresno, donde se arremolinaban hombres sobre la banqueta, unos sentados a plena luz del día, recargados en la pared mientras recibían el calor de los rayos del sol como una cálida cobija. También había mujeres con niños en los brazos, platicando sin ninguna prisa como dejando pasar el día. Lo que atrajo mi atención al verlos, fue la ropa que vestían. Muy distinta a la del uso común. Sus trajes de manta resaltaban por el colorido de los bordados de grecas, o de punto de cruz. Llevaban guaraches y no zapatos como nosotros. Los hombres portaban un sombrero redondo diferente del que se veía en las plazas y jardines entre los demás visitantes de la ciudad que acudían de las rancherías vecinas. Como parte de su atuendo, usaban un morral bordado con picos y figuras geométricas multicolores colgado al hombro. Las mujeres usaban faldas de tela de colores brillantes (chermés, dijo mi madre que se llamaba) bugambilia, anaranjado, azul rey y muchas cuentas de vidrio en el cuello como los collares que se ponían las niñas en la escuela cuando salían en algún bailable mexicano, ah, y usaban delantal y medias gruesas de colores chillones. Los niños menores en calzones (ropa interior) y los más grandes sus calzones de manta hasta el tobillo y camisa también de manta. Actualmente muchos de ellos han cambiado su vestimenta por camisas vaqueras y pantalón de mezclilla y algunos hasta usan cachucha, sin dejar eso sí, el morral y los guaraches. Las mujeres también están dejando de lado el uso de la ropa tradicional, se ponen de todo; y las que bordan los pantalones de los indios, ya no quieren hacerlo.

Es la casa de los indios, respondió mi madre. Aquí se alojan cuando vienen de la sierra. Ellos viven entre los montes en pueblos lejanos Huazamota, La Guajolota, Tajimaroa… ¿Y dónde es eso? Allá por el Mezquital. ¡Por qué visten así! Ay hijo, es su costumbre, son indios que conservan sus tradiciones, no conocen mucho de las nuestras, apenas si conocen la ciudad. No les tengas miedo, son igual que nosotros, están aprendiendo a vivir.

Días después caminando por la calle del Fresno al llegar a la tortillería me encontré formados en la fila a unos niños con vestimenta igual a los que había visto en la misma casa de la calle de Pateros. Me sorprendí de nuevo, no comprendía porqué estaban allí comprando tortillas. No me aguanté la curiosidad, y como iba sólo me atreví a preguntarles qué hacían allí, por qué compraban tortillas. Uno de ellos me miró azorado tratando de entender lo que yo decía; entonces me dí cuenta de que no hablaban igual que yo, el otro me contestó con monosílabos y palabras sueltas: tortillas, comer tortillas…

Dentro de las brumas del pasado, cuando surgen recuerdos imprevistos no se porqué me vienen a la cabeza aquellos niños indios de la tortillería, los que apenas hablaban, los de vestuarios multicolores, tal vez porque de niño me tocó ver los indios en varias ocasiones, en las calles, en el centro o cuando me llevaban a jugar al jardín Vizcaya. No nada más se veían los niños, también a las mujeres y los indios que transitaban por ahí o se sentaban en las bancas a comerse un taco o tomando una Coca cola. Durante los años de mi niñez me topé con ellos varias veces. Lo malo es que siempre los veía como algo ajeno a mi persona como si no existiera ningún lazo que nos uniera con ellos, ni de herencia ni de sangre. No obstante, si nos ponemos a pensar un poco llegaremos a la conclusión de que ellos forman parte inherente de nuestro origen, representan una rama y muy gruesa del árbol de nuestros antepasados y nuestra historia mestiza. Los olores sabrosos de lo que comemos, el gusto de lo que bebemos…El reino del maíz está presente en el olor de los elotes, el sabor de los tamales comida altamente apreciada para alimentarse en sus largas caminatas. El pinole, hecho con maíz molido en el metate, lo llevaban como reserva para cuando fuera necesario, en una travesía, mezclarlo con agua y crear de inmediato una bebida suculenta y reparadora. Las tortillas olorosas a comal de barro, que con chile frijol y calabaza se convertían en un manjar. Sin olvidar las barbacoas de hoyo, animales que enterraban envueltos con pencas de nopal, los cubrían con piedras calientes y brasas de troncos de encino. Esto es lo que comían los tepehuanes y huicholes desde la época prehispánica, mientras nosotros todavía seguimos disfrutando de tan equilibrada nutritiva y maravillosa herencia.

Hoy por la tarde iremos al jardín como las otras tardes. Esta vez mi comadre Sarita trae a Rocío su sobrina que viene de vacaciones. Ella vive en Monterrey por ahora. Está bien mamá, me da gusto por el paseo aunque no es lo mismo jugar con Chuy, el hijo de Sarita que ya es mi amigo, a que venga una niña a la que ni siquiera conozco. Te va a gustar, ya lo verás. Al llegar al jardín Vizcaya corremos a los columpios. Rocío, descubro con sorpresa que eres una niña poco tímida, te abalanzas sobre el mejor entre risas y empujones mientras mi amigo y yo nos quedamos sorprendidos de tu arrojo. Una niña tierna y muy bonita de ojos verdes, tus rizos castaños y tu vestido de organdí cuajado de florecitas, no tiene nada en común con la atrabancada que nos arrebató el columpio. Yo que intentaba entablar contacto contigo como deslumbrado en forma inmediata por un sol tan luminoso que me nubla la vista y dejo de verlo, Tú, con la misma velocidad y hasta en forma voluble, en dos tres vuelos, sin más saltas al suelo atraída por algo que de nuevo llama tu atención. Corres hacia el centro del jardín dejándonos de nuevo a tu primo Chuy y a mí con un palmo de narices.

Rocío, no pierdes el tiempo, lo que distrajo tu atención son dos niños tepehuanos de tu misma edad vestidos con las ropas tradicionales de su pueblo. No sé cómo se entienden, lo cierto es que cuando Chuy y yo llegamos al centro del jardín tú ya estabas jugando con ellos. Uno de los niños te miraba con adoración, como Juan Diego a la Virgen, y tú le correspondías con una sonrisa. Suele pensarse que los niños de ocho años no se enamoran, pero siento que desde que miré a Rocío esa primera vez, algo sucedió dentro de mí, y pienso que a su vez, ella y el niño tepehuano igualmente se prendaron el uno del otro en cuanto se vieron. Rocío pasó la tarde jugando con sus nuevos amigos con una pelota que llevaba. Yo me la pasé sentado en la banca escudriñando todos sus movimientos lleno de rabia. Ella no nos invitó a jugar y aunque íbamos juntos se olvidó de nosotros. Chuy se fue al resbaladero sin inmutarse.

Más tarde se escuchó la voz de mi madre llamándonos, Daniel, Chuy, ya vámonos. Dónde dejaron a Rocío, vayan por ella.

El jardín se cubrió de un resplandor rojizo como de fuego. Era la luz del atardecer. Rocío camina hacia nosotros, las luces en su pelo son un reflejo luminoso que se retrata en las mejillas de los tepehuanes como si fueran espejos.

¡Despídete de tus amigos, Rocío! Nos llaman mi madre y mi tía Sara.

No te volví a ver hasta que nos encontramos en la preparatoria. Eras una muñeca y me dije en mi interior, en esta vida todo tiene su momento, ni antes ni después. Pensé que era mi oportunidad; entonces tú Rocío, coincidencia fatal, me dices sin más saludo de por medio, como si nos hubiéramos visto el día anterior, Daniel, ¿te acuerdas de los tepehuanes del jardín Vizcaya? Me los encontré en el CECATI 91 cuando entré a estudiar computación; ellos son hermanos, ya terminaron los estudios y trabajan en las oficinas del DIF, somos grandes amigos, uno de ellos, Francisco, es mi novio, imagínate.

La única imagen que guardo en mi corazón es la tuya en el jardín bañada por los reflejos de la puesta del sol, para siempre. ¿No lo puedes comprender?

Hace una o dos semanas viene mi madre y me muestra en el periódico la página de Sociales muy emocionada. Daniel, ¿te acuerdas de Rocío la sobrina de mi comadre Sarita, la que una vez que vino de vacaciones nos acompañó al jardín Vizcaya?, ya no te has de acordar estabas muy chiquillo. Ella se va a casar, mira, aquí vienen las fotos de la petición de mano, está guapísima. Lo que no me checa es que dicen que se casa con un joven de origen tepehuano, ahí viene el nombre Francisco Luna de la Cruz. Ahora sí que no tengo la menor idea de dónde y como lo conoció, tan bonita muchacha, se pudo haber casado con un príncipe, mira lo que es la vida.

Mamá, no podemos saber si entre los ancestros de él haya sangre de príncipes, y si no, al menos es más pura que la nuestra, fruto de tan histórico mestizaje de pueblos que ni siquiera nos imaginamos.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS jardín, niños, Rocío, mujeres

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