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Los derechos de cada quien

Jesús Silva

E Estado se representa siempre con las dimensiones de lo sobrehumano. El hombre será siempre, frente al Estado, un insecto, un grano de polvo. Si imaginamos al Estado como un ser vivo, lo dibujaremos como un monstruo. Un gigante que nos vigila y nos controla. Tal vez un ser descomunal al que todos le damos cuerpo. Si se recurre a la fantasía o a la imaginación se le pintará como una especie de dios que camina sobre la Tierra: un ser cuya sabiduría los mortales somos incapaces de entender. Un cerebro misterioso que eleva su inteligencia por encima de nuestras parcialidades y miopías. Si queremos verlo como lugar será un laberinto del que no podemos salir. Tal vez una jaula. Si recurrimos al mito, será tal vez un bosque encantado, lleno de eventos inexplicables y prohibiciones. Si lo pintamos como una máquina será un artefacto inmenso, frío, metálico: una colosal relojería en donde el individuo es apenas un tornillo diminuto y, sobre todo, prescindible. El individuo parece convertirse en algo políticamente cuando se transforma en otra cosa: cuando se diluye en el río de una comunidad o cuando se suma a la corpulencia de una mayoría. De esas transformaciones provienen dos nociones democráticas. La primera evoca la intuición de una democracia orgánica donde el individuo se funde en una voluntad colectiva, histórica. Su pertenencia al pueblo, a la nación le otorga sentido al individuo. Existe porque pertenece a una entidad cultural, a una comunidad que ha vivido durante siglos y que logra afirmarse en el presente. La segunda transformación posible coincide con la aparición del individuo moderno: la voluntad conduce a la asociación. El individuo se junta con otros para organizarse. Así defiende sus intereses y promueve sus causas. Gracias a la agregación encuentra una fuerza que le permite resistir las amenazas de los otros, detener iniciativas perniciosas e impedir los atropellos. Al lograr mayoría, se vuelve gobernante. Decide y es capaz de imponer su voluntad. Se sabe bien que el todos de la democracia orgánica o la mayoría de la democracia electoral producen regímenes inestables. El complemento indispensable es la tutela de los derechos de las minorías. Si sólo existe quien se identifica plenamente con el rumbo de la comunidad; si sólo existe quien se integra a la voluntad mayoritaria, se abre de inmediato una categoría de personas negadas: aquellos que se apartan de la arteria comunitaria o quienes rechazan el rumbo mayoritario no son personas, son objetos al garete del capricho político. De ahí la necesidad de reivindicar los derechos de las minorías para impedir la conformación de una política avasallante. La democracia liberal nace cuando es capaz de instalar un gobierno respaldado por la mayoría en donde los derechos minoritarios son plenamente respetados. La noción de minoría debe llevarse a su última realización: el individuo, cada uno de nosotros. La democracia liberal se perfecciona, en consecuencia, cuando los derechos de cada quien son igualmente respetados. Más que la voluntad de todos, más que el interés de los muchos, la democracia liberal debe ser el territorio donde los derechos de cada uno son cuidados y respetados. El gran vehículo para defender los derechos de cada quien es el proceso judicial. Mientras el voto sirve para instalar el poder de una mayoría, los tribunales sirven para defender los derechos de cada uno. Una persona, al defender sus derechos, puede reconducir la colosal maquinaria del Estado. Lo hemos visto recientemente: un ciudadano (hablo de Jorge Castañeda) reclama una vulneración a sus derechos. El Estado mexicano lo desaira pero el sistema internacional acoge su petición y ordena a México abrir mecanismos para la plena defensa de su cada uno de sus ciudadanos. Una larga tradición legal es rota por la insolencia de un individuo que logra la condena al Estado mexicano. El ciudadano actúa de ese modo como ciudadano: es agente activo del orden público. No es mero receptáculo de órdenes sino, en cierta medida, productor de nuevas decisiones. Tan valioso como el derecho al sufragio es el derecho a poner en movimiento la maquinaria judicial del Estado y lograr su amparo. Una entelequia se interpone para garantizar a plenitud los derechos de cada uno. Es la vieja noción metafísica del sobrehumano poder que reforma la Constitución. La tesis es simple: los individuos podrán defender sus derechos en México si sus libertades son atropelladas por autoridades en función ordinaria, pero cuando esas autoridades se transfiguran en reformadores de la Constitución, sus decisiones adquieren rasgos de sacralidad: intocables, incuestionables, incontrovertibles. Esta semana se entreabrió una esperanza para la tutela de los derechos de cada quien, aun en casos de reformas constitucionales. La clase política se unificó en su conservadurismo legal: herético, inadmisible que una sala con jueces tenga el poder de invalidar las decisiones de Su Alteza el Poder Reformador. Izquierdas y derechas, representantes del viejo y del nuevo régimen aliados en su defensa de lo inapelable. Reviviendo nociones constitucionales arcaicas reivindican que un órgano político—el complejo instituto facultado para reformar la Constitución—sea la última palabra del orden estatal. Una democracia constitucional no puede admitir que un cuerpo político constituya la bóveda del Estado. Para que los derechos de cada quien imperen y sean conjugados con los derechos de la mayoría, es indispensable que la última palabra radique, en todo caso, en el árbitro judicial. Romper definitivamente la imagen del intocable Estado para darle la medida de los hombres.

Escrito en: derechos, cada, democracia, Estado

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