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Los deleitantes (Parte 1)

LETRAS DURANGUEÑAS

FCO. JAVIER GUERRERO GÓMEZ

Iba quitado de la pena, caminando por el moderno paseo Constitución, como era media mañana aquello estaba más vacío que un cine con película mexicana. Tiempo suficiente para observar cómo había pasado el tiempo. Cuando era estudiante, esa calle era mi ruta preferida para ver los cartelones del cine Imperio y de vez en cuando sentarme en las bancas del jardín Hidalgo a ver pasar las damitas, escuchando los gritos de los afines al Casino, que era una de las muchas cantinas que se cerraron, quedándome con las ganas de entrar, pero la economía de ese tiempo era raquítica y desnutrida. Mientras los choferes del sitio dormitaban esperando que les cayera algún cliente.

No cabe duda los recuerdos no tienen tiempos. Lo que quería era ir a la sombrita por un refresco porque hacía un calor que parecía que la tierra se hubiera detenido y el sol me caía derechito. Ahora dominaba el jardín el mercado de libros del IMAC, donde voy a bobear la gran cantidad de escritores que han dejado sus ideas encerradas entre las hojas de los libros, que aquí se venden por kilos y a precios accesibles. Claro que este mercado ayuda a fomentar la lectura, pero me imagino el esfuerzo de cada escritor para hacer su obra para que se subaste al mejor postor con precios módicos, si alguno quiso vivir de su trabajo pues yo creo que se muere de hambre, en fin no es mi caso.

Gané hacia el norte de la calle camino a la antigua estación de los ferrocarriles, donde una máquina antigua frenaba su época ante la figura de Jesús García, quien con la aceitera en la mano narraba su leyenda de Nacozari.

Se me vino a la mente Marco Aurelio Casillas, , porque por ese mismo lugar lo atropellaron, dejándonos sin el taciturno escritor, de pensamientos profundos y de vida propia sin orillas, que muy pocos comprendíamos, dicen los vecinos que a veces muy temprano lo ven pasar rumbo a los puestos del menudo, siempre de traje y silencioso, quien sabe si será cierto ya ven como es la gente de decidora.

Desde allí divisé a Eduardo, caminando con paso rápido como si lo fuera persiguiendo el diablo, que pensándolo bien, más miedo le daría él al mismo demonio. Algunos dirían que venía hablando solo pero yo sabía que no era así, platicaba con su pueblo, o qué ¿sólo ciertas gentes pueden darle su abrazo a la ciudad que cumple 450 años? Con la barba crecida de varios días como púas blancas que le espinaban el rostro, el poco pelo lacio y caído sobre la frente, y parpadeando muy seguido, efectivamente iba de prisa, al fin dueño de todos los rumbos de Durango, sin camino por elegir, no le importaba cual era el siguiente.

-Quiubo Licenciado, a dónde tan deprisa y sin el licenciado Lunita. Como siempre le acomodé el renombre para que me obsequiara un poco de su tiempo que era mucho, como tanteando mi saludo que no era de ahora sino de una amistad de varios años. Me gustaba platicar con Eduardo porque su charla era muy amena y sobre todo, quien no lo conoce, nunca imagina su conocimiento literario, al principio creí que todo lo inventaba, pero no, ya lo verán un poco más adelante. Ofrecía su mercancía como si de en verdad supiera el contenido de cada libro y sus autores, además que conocía a muchos escritores que le facilitaban libros, decía que su propósito era darle otra vida a los libros, pero bueno lo más que atraía de su plática eran las aventuras, siempre que lo encontraba me contaba algo diferente, claro mientras degustábamos alguna que otra cerveza.

En otras pláticas yo sabía por su propia boca de donde había heredado lo andariego, una vez me dijo que el verdadero bohemio de la familia fue su señor padre que en Chiapas, con su guitarra y sus versos dejo su nombre grabado y ya aquí en Durango tenía un tío que platicaba sus anécdotas y los mejores chistes, siempre se le veía por la Avenida 20 de Noviembre y se apellidaba Carrola.

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