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Democracia

Eduardo Valle

Un tanto española, otro más, cubana. Madre mexicana. Bella, bellísima; como Ingrid Bergman. Haga de cuenta que la está admirando en Casablanca . Es Manuela Garín. La madre de Raúl Álvarez.

Me explicaré: terminé un escrito. El esfuerzo fue mayor. De veras. Casi me alcanza La Igualadora; mi tía, La Pelona. Y sin esquela de algún diario nacionalista y revolucionario. Ugg. Las cuartillas tratan de mi generación: la del año de la rebelión por la democracia. 1968. Año axial, para bien y para mal.

También hablan de estas libertades democráticas, ahora usadas por los jóvenes hasta para apoyar a un panzón dizque guerrillero y a unos porros de izquierda. ¡Qué importa! Preferible así que convertidos en unos idiotas, pensando en unos pesos y cómo malgastarlos.

Terminé ese trabajo. Y, gloria, hasta me pagaron por ello. Eso no ocurre muchas veces. En realidad, pocas veces. A veces me he visto obligado a pedir limosna en público de la gente. Y desde Estados Unidos. Tehua y jóvenes músicos respondieron como buenos compañeros.

Al terminar esta labor pensé en mi madre, Celia Espinosa, y en Manuela Garín. Una maestra; una científica. Ellas se querían. Cuando en la prisión de Lecumberri se encontraban, a la hora de visitar a sus hijos encarcelados, podían dialogar con toda confianza. Eran iguales. De bravas e inteligentes. Y vaya si eran bonitas.

Pensé en estas dos mujeres. Y en Raúl Álvarez Garín, quien con Walter Ortiz y David Aguilar Mora, el hermano de Manuel, el trotskista irredento, redactara en 1963 la Declaración de Morelia. A David lo mataron los soldados en Guatemala.

Sí; teníamos consigna: "Luchar mientras se estudia". Por una educación científica y popular. ¡Caray!, son muchas décadas de andar por aquí subvirtiendo el orden. Por aquí y allá; nada más eso faltaba. Donde se ponga uno el sombrero. Y como venga.

También recordé a Gilberto Guevara y a Marcelino Perelló. Uno, indio criado en Sonora; el otro, de origen catalán. Sí; fuimos internacionalistas. Y nos gustaban las jóvenes de hermosas piernas y de busto ejemplar.

Guevara y Perelló. Esos dos son gente grande, camaradas. Y como todos, a veces débiles, a veces ingratos. Y hasta injustos. Con errores, igual que yo.

En 1970, luego de las 88 horas de la vista de audiencia constitucional, presidida por Eduardo Ferrer McGregor, cuando los presos repartimos tortas a la gente sentada en el patio central de la prisión, y luego de que el inmenso José Revueltas y quien esto escribe convirtiéramos esa prisión en tribuna revolucionaria, Guevara llegó a mi celda. Y el bárbaro preguntó: "Eduardo, ¿quién hizo el alegato de defensa?". Casi lo mato. Casi muero de pena.

Por esos días también publiqué en la revista ¿Por Qué? un relato: "No disparen: aquí ´Batallón Olimpia´". Luis Óscar González de Alba lo reproduciría en su libro Los días y los años. Y luego cobraría derechos. Afortunado el muchacho. Hasta en la película Rojo amanecer hay líneas completas de ese artículo. Y ahora vamos a ver lo que pasa en Hollywood; dicen que harán una película más sobre Tlatelolco. No, si les digo.

Los alegatos de Pepe Revueltas, Raúl Álvarez Garín y el mío se publicaron en un folleto titulado Tiempo de hablar. Se vendieron en las universidades de todo el país miles de ejemplares. A tiempo para rearticular el movimiento estudiantil de esos días. Y luego, desde Lecumberri, hicimos algo más importante, editamos un libro: Los procesos de México, 1968. Idea de Raúl. Genial idea de Raúl.

Desde esos tiempos está escrito el relato cabal de lo que fue el proceso 272/68, en el Juzgado Segundo en Materia Penal del Distrito Federal. El Ministerio Público Federal adscrito: Salvador del Toro Rosales. Quien escribiera hace una década un extraordinario y muy valioso testimonio. ¡Caray!, el hombre se reivindicó. Cuando se conozca bien ese libro, editado por el sindicato de trabajadores de la Universidad de Nuevo León, se sabrá a plenitud de la autoridad moral del movimiento de 1968.

Después del campo militar llegamos a Lecumberri. A la crujía "C". Los presos políticos, por votación, eligieron a Raúl como "mayor". A mí me hicieron su "jefe de ayudantes". Quizás contó que en una pelea con alguno de los comunes, quien no respetaba a nuestra gente, le venciera sin mucha dificultad. Hasta El Toro, el primer mayor de la crujía, entendió el mensaje. No se presentaron más problemas.

Raúl atendía las relaciones con las autoridades del penal; yo cuidaba de la realización de la fajina, el pase de lista y el orden general. Ya lo que pasara dentro de las celdas no era asunto mío. Tatata, tatata, tatata, tatata. Tatata, tatata, tatata. Tata. ¡Atención! ¡Firmes ya! Uno, dos, 30, 95. Completos. Así por muchas semanas, hasta que eso se acabó. Y ya ni pasábamos lista. E íbamos a visitar, sin control alguno, a los de la crujía "M". Donde estaban Revueltas, Heberto, De Gortari y Marcué.

Domingo tras domingo llegaban nuestras madres a la cárcel. Con comida y alegría. Las revisaban a la entrada del penal, a veces con faltas de respeto. Ellas aguantaban. Y se burlaban de estos líos: como debe ser.

Incluso el 1 de enero de 1970, cuando nos atacaron los presos comunes. Al otro día, ahí estaban.

Siempre esperaba ver a Celia Espinosa y a Manuela Garín. Eran más que el principio de realidad. Eran la misma vida, plena, hermosa. Con ellas estábamos vivos. Lo demás no importaba demasiado. Ya veríamos lo por venir. Por lo pronto, ahí estaban ellas. Era suficiente. Hasta demasiado.

Hablo de Manuela Garín; hablo de Celia Espinosa. Celia una noche recorrió todas las morgues, todos los hospitales de la ciudad. Buscaba a cuatro de sus hijos encarcelados o desaparecidos y hasta a su esposo, Cosme, un trailero, quien fue capaz de guiar a la gente en la plaza de las Tres Culturas para salvar vidas. De esas mujeres hablo. Manuela, Celia: igualitas. Bellas mexicanas.

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Escrito en: Manuela, veces, quien, Raúl

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