Los fantasmas de mi vida
Los fantasmas son una realidad que queremos evitar, pero siempre están presentes; en nuestros sueños, en los recuerdos y, algunas veces, en presencia literal, como si fueran algo palpable. Estos últimos son los que yo he visto. Esto es lo que en lo particular se me hace difícil contar. Toda mi vida he tenido que lidiar con sentir de los muertos, podría decirse como algo inútil a decir de lo que ya no existe, sin embargo, los veo desde muy pequeña, pero nadie lo supo de esto fuera de mi madre, mi padre y mi abuela, que en paz descansen. Mi abuela veía a los difuntos y luego mi madre. He dudado en escribir al respecto por miedo a la crítica, a aquellos que no creen en apariciones, los que dirán luego, tal vez -esta mujer está loca-. Pero hoy decidido enfrentarlo, no importa si me juzgan o no. Si hay algo de locura en mí, pues habrá muchos locos como yo que sí lo crean, y estos son los que tal vez han visto o escuchado a los muertos.
Hace algún tiempo, cuando mis años caían en los sueños de princesas, nubes de colores, el jugar con muñecas, a las escondidas con mi padre o a simular servir el té a mi madre en mis pequeñas tazas hechas de plastilina. Esa edad en la que apenas tiene uno conciencia de las cosas, donde no se alcanza a comprender lo que es el mundo de los muertos o a dónde no se sabe a dónde se van los que los que ya no están entre nosotros. Así como mi hermanito de un mes, el tercer hijo de mis padres, que en su momento no supe a dónde se lo llevaron. Solo veía a mi madre que lloraba su ausencia aferrándose a un montoncito de ropa y yo solo la abrazaba tratando de consolarla. Si preguntaba por él, solo me decía que ya se lo habían llevado a otro lado, donde estaría mejor. Esa era su respuesta.
Aquella casa, donde vivimos, de la colonia Roma, era de mi abuelo paterno, herencia de su padre, desde el año 1925 más o menos. Bueno para no hacer largo este episodio, resulta que uno de esos días que jugaba con mis muñecas, vi de reojo desde mi recámara a una señora que pasó por el pasillo muy apresurada; se me hizo un poco extraño, me levanté y la seguí hasta verla meterse al baño que estaba al terminar el pasillo, me quedé afuera esperando para ver quién era, a mi parecer lucía diferente a las amigas que solían visitar a mi mamá cuando jugaba cartas. Pasaron varios minutos y al no escuchar ningún ruido proveniente del cuarto de baño, me acerqué a la puerta y toqué, pero no hubo respuesta. Un poco intrigada y con miedo a la vez, decidí ir en busca de mi papá a su cuarto y le dije: Papá, una señora que no conozco se metió al baño y ya tiene mucho rato ahí encerrada. ¿Cuál señora hija? Que yo sepa, tu mamá no acostumbra invitar los domingos a ninguna amiga, además es muy temprano. Se levantó de la cama y me acompañó al baño, tocó la puerta y tampoco obtuvo respuesta, por lo que la abrió mientras decía: no hay nadie, mira. (Hizo que me asomara y lo comprobara). En efecto, ahí no estaba la señora de largo vestido azul, casi al tobillo, a quien minutos antes había visto entrar. Fue tu imaginación hija, dijo mi papá, tranquilamente regresando a su cuarto.
Aquel suceso no se mencionó ya, pues mi papá me prohibió hablarlo más adelante, de lo contrario, -me dijo- me pasaría lo que a la abuela. Le pregunté, ¿Y qué le pasó? Solo el silencio me respondió (parte del relato del mismo nombre).