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Los días que no se nombran

LETRAS DURANGUEÑAS

Los días que no se nombran

Los días que no se nombran

SHAMIR NAZER

Me acuerdo, no me acuerdo... El 12 de noviembre del 2011 salí temprano de casa; no recuerdo adónde iba, pero en el trayecto pasé por las Alamedas: ahí conocí a José Emilio Pacheco; medía unos 16 x 10, tenía la cara pintada en tonos grisáceos y por dentro rebosaba en hojas sepias y poemas. Se desarrollaba una 'triste' ceremonia para conmemorar el Día del Libro en México. Acaso por curiosidad, tomé lugar en una de las bancas que miran a la fuente. ¡Libros gratis! ¡Libros para todos! Mientras los funcionarios blandían el micrófono, peripuestos, para hablar por turnos, José Emilio Pacheco era fragmentado y repartido a discreción entre los pocos presentes y los esporádicos transeúntes, que se limitaban a tomarlo con la indolencia con la que se recibe un ticket o un volante de oferta de pollos dos por uno. 50,000 JoseEmilioPachecos se repartieron ese día, a lo largo del país. ¿Qué destino, fatídico o afortunado, habrá tenido cada uno de esos libros -todas esas encarnaciones del poeta, que por ser gratis, quizá, fueron menospreciadas-?, ¿cuántos habrán perecido en aras del intento; cuántos terminaron en un bote de basura, deshojados?; imposible saberlo. Sobrevive uno, su lugar está entre los autores mexicanos en mi librero improvisado. Uno de tantos fragmentos, uno entre 50,000 se encontró conmigo. «Los días que no se nombran»: ¡Qué ilusión el libro nuevo entre las manos!

El pasado 26 de enero el nombre de José Emilio Pacheco fue escrito en las esquelas. Los que tuvimos la fortuna de encontrarnos con alguna de sus obras, lamentamos su partida. Como habíamos lamentado también, el reciente deceso de Juan Gelman, aunado a la pérdida de un par de promesas de las letras mexicanas: Loo y Fonz.

En medio de un panorama político enrarecido en que el descontento social se acrecienta y una estampida de reformas rapaces nos arrolla insensiblemente, se despide a un valiente caudillo de la pluma. Otras batallas del desierto son las que se lidian ahora, no las que presenciara el pequeño Carlos a la hora del recreo, en la breve novela. Selvas, sierra, mar, aire, playas, petróleo, metales...; todas las riquezas que nos llenan de sórdido orgullo, se evaporan irremediablemente. ¡Da inicio la subasta! México está pasando de ser un edén subvertido, a ser un llano pelado: un árido desierto. Ahora que José Emilio ha muerto, nos hemos quedado sin un caudillo valeroso para lidiar las cruentas batallas en el desierto.

Observar la realidad es el primer paso para cambiarla. J. E. P. fue un observador asiduo. Un agente del cambio. Digamos que el autor de El reposo del fuego y Como la lluvia tuvo la precaución de construir una escalera de palabras, que asciende con sigilo, hasta el punto en que la visión se vuelve diáfana y sagaz por defecto. Su obra no es sino reflejo de sus visiones. Pocos han logrado ver el México que los ojos de Pacheco atestiguaron. Por fortuna dejó algunas indicaciones; pistas de cómo encontrar el ascenso a ese lugar de visión inmejorable: sus libros.

El encuentro del libro con su lector es otra de las maneras que tiene el azar para reunir a la persona con su destino. Letras; páginas tupidas de palabras. Sólo hace falta la primera frase; lo demás es pura inercia; lo demás -en términos de física- es ganancia. Octavio Paz dijo que «el arte busca a sus espectadores», no a la inversa. El libro/la pintura/la canción que habrá de cambiar tu vida, condestable lector, está ahora mismo, en algún lugar impensado del mundo, luchando arduamente por encontrarte (si no te ha encontrado ya); te está buscando sin que tú lo sepas; lo único que tienes que hacer es abrir los sentidos para saber cuando ese momento llegue. Aún el arte increada está predestinada a forjar el alma, como el martillo al ascua, cuando ambas se encuentren. El arte es panacea de espíritus asolados. No hace falta preguntar el cuándo, tampoco el cómo, mucho menos el dónde. «El libro que debes leer y la mujer que debes amar, han de llegar a ti ineluctablemente» Maurois.

Aquella mañana de sábado, natalicio de Sor Juana, un libro insospechado arribó a mis manos. ¡Desde hacía cuánto me buscaba! Los libros de Pacheco están predestinados, de alguna manera y sin lugar a dudas, a sismar el alma de sus lectores. Ha muerto el que se proclamó en contra de «la crueldad con la gente y con los animales, la violencia, los gritos, la presunción, los abusos de los hermanos mayores, la aritmética, que haya quienes no tienen para comer mientras otros se quedan con todo, encontrar dientes de ajo en el arroz o en los guisados; que poden los árboles o los destruyan, que tiren el pan a la basura». Pero las letras no mueren si han sido escritas con el énfasis necesario, ni los nombres, y José Emilio Pacheco, nos enseñó dos maneras de escribir el suyo: así, tal cual, de corrido y sin empacho: José Emilio Pacheco, y también:

Jo/sé

Emi/lio

Pa/che/co.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS Emilio, José, lugar, Pacheco

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