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CATÓN

El canónigo Doménico tenía voz chillona. Sus homilías eran largas: solían durar casi una hora, pues el predicador se aprovechaba de que tenía un público cautivo que se resignaba a oírlo con tal de no perder la misa. Todos, sin embargo, acababan por no escuchar sus peroratas, y se ponían a papar moscas o a dormitar. El vanidoso clérigo olvidaba el dicho según el cual "La mente capta lo que la nalga aguanta".

Cierto día le sucedió algo extraño. Estaba pronunciando con voz de vidrios rotos una de sus prolongadísimas monsergas cuando de pronto las palabras empezaron a materializarse. Los pocos sustantivos tomaron cuerpo, lo mismo que los innumerables adjetivos, artículos, verbos, adverbios, pronombres, conjunciones, interjecciones y preposiciones. Las palabras caían una tras otra a los pies del hombre, y empezaron a cubrirlo sin que él se diera cuenta. Al final desapareció bajo aquel palabrerío. Su voz ríspida se apagó; quedó en silencio el templo.

A nadie entristeció lo acontecido al sermonero. Antes bien todos se sintieron aliviados por su ausencia. El sacristán barrió con su escoba las palabras que habían cubierto al predicador. De ellas no quedó ninguna.

¡Hasta mañana!...

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