San Virila le había prometido a la Virgen hacerle una capilla.
Pensó hacérsela por medio de un milagro; así ahorraría tiempo y se evitaría molestias.
Subió, pues, a la colina y buscó en lo alto el lugar más apropiado para aquel milagro. No tardó en encontrarlo. Era un claro en el bosque. Reinaba ahí un grato silencio y fluía en su borde un manantial que apagaría la sed de los devotos.
Se puso San Virila en el centro del claro e hizo un ademán milagroso, a fin de que apareciera la capilla. La capilla no apareció. Repitió el ademán, y no hubo capilla. De nueva cuenta le pidió a la Virgen el milagro, y nada.
Entonces San Virila tuvo que construir él mismo la capilla. Con esfuerzo subió los materiales; con esfuerzo cavó los cimientos y levantó los muros; con esfuerzo puso el techo y puso el piso.
Después de meses de trabajo terminó finalmente la capilla.
Se enjugó el sudor, se frotó las encallecidas manos y exclamó satisfecho de su obra:
-¡Carajo! ¡No cabe duda de que a veces uno mismo tiene que hacer los milagros!
¡Hasta mañana!...