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Uruapan no es Europa

JORGE ZEPEDA PATTERSON

JORGE ZEPEDA PATTERSON

Usar al ejército en tareas que competen a la policía es una aberración. Lo suyo no es la investigación detectivesca o la recolección de pruebas que respeten el debido proceso para llevar ante la ley a un sospechoso, por no hablar de la tendencia de los militares, de hoy y de siempre, a considerar los derechos humanos como un engorroso estorbo. Lo suyo es controlar, vencer, reprimir, defender por la fuerza.

En cualquier país que se precie se consideraría, insisto, una aberración utilizar al ejército para estas tareas civiles. El problema es que nosotros estamos viviendo un absurdo aun más aberrante. En ningún país que se precie existen ejércitos criminales capaces de reunir 120 individuos en una docena de camionetas y poner en fuga a cualquier fuerza policiaca, como sucede en Michoacán o Tamaulipas. Los cuerpos de seguridad convencionales fueron derrotados, infiltrados y desbordados desde hace rato.

Por eso es que la discusión sobre militares sí o militares no, me parece académica y absurda a estas alturas. Simple y sencillamente no hay manera de que los policías puedan enfrentar a los ejércitos clandestinos que han surgido. Es fácil exigir que regresen los soldados a los cuarteles cuando no vivimos en una región plagada de retenes clandestinos en los que pueden detener y hacer lo que quieran con una familia; zonas en las que la policía se rehúsa a entrar porque sus elementos son acribillados por fuerzas infinitamente superiores.

Cuando fue candidato López Obrador criticó la presencia de soldados en las calles y prometió regresarlos a los cuarteles. Muchos de nosotros, opinadores y periodistas, escribimos en el mismo sentido. Y sin embargo, el músculo que hoy muestra el crimen organizado, su capacidad para dominar territorios, penetrar en el tejido social y controlar todos los aspectos de la vida diaria es mucho mayor de la que habíamos previsto. Por la misma razón que intentamos evitar un antibiótico por malsano pero reconsideramos la decisión cuando resulta indispensable para evitar una infección potencialmente mortal, ha llegado el momento de asumir que no solamente no podemos suspender el tratamiento sino que ahora resulta que tenemos que intensificar la dosis. Podemos desgastarnos en debates interminables sobre los inconvenientes de vivir con antibióticos, los efectos secundarios que provocan o los daños que derivan de un quirófano, pero no dejaríamos que un hijo muriera de apendicitis.

Todos estamos de acuerdo que la única manera de revertir la inseguridad pública es mediante la construcción de una sociedad en la que impere el estado de derecho y exista un sistema de justica eficaz, lo cual incluye cuerpos policiacos capaces de imponer la ley. Pero aceptémoslo, eso no sucederá en el corto plazo, de la misma manera en que sabemos que para prescindir de los antibióticos es necesario desarrollar un cuerpo sano aunque eso no se consiga de la noche a la mañana. Entre otras cosas porque eso implica quintuplicar el número de policías, reclutarlos, capacitarlos e impedir que terminen en la nómina de los criminales.

Mientras eso pasa tenemos que impedir que la infección siga tomando el control de otros órganos y territorios como ha venido sucediendo en el país. Y, en este momento, ese antibiótico se llama ejército.

Ese es el dilema que enfrenta López Obrador. Y lo que ha propuesto es una estrategia que, a grandes rasgos, considera dos líneas a seguir. Primero, intensificar el antibiótico aunque introduciendo modificaciones para atenuar los daños que provoca; esto es, apoyarse en el ejército pero sometiéndolo a reglas de operación que le obligue respetar derechos humanos; entre otras ese es el espíritu de sus propuestas para disminuir el fuero militar y someter a sus elementos a una esfera de responsabilidad civil. Y segundo, trabajar en la alternativa para eventualmente regresar al ejército a los cuarteles por la vía de construir una fuerza civil inmensa y calificada capaz de enfrentar al crimen organizado. Esa fuerza la ha llamado Guardia Civil.

No podemos ignorar el fracaso de los diversos intentos de construir una policía profesional y honesta o el desplome de las estrategias de reorganización ya sea en mandos únicos o, por el contrario, por vía de la descentralización (¿cómo olvidar las famosas AFIs, que nos vendieron hace diez años como una versión tropical del FBI?). Lo que se intenta ahora es edificar esa fuerza civil siguiendo un espíritu de cuerpo, lealtad y disciplina castrense para dificultar la facilidad con la que los cárteles han corrompido hasta ahora a los elementos de seguridad ( y sí, la corrupción de los soldados tampoco han sido la excepción, pero en muchísimo menor grado que el de las policías) .

Es deseable la discusión sobre los detalles de esa estrategia y las posibilidades de afinarla y mejorarla. Pero me resulta absurdo descalificarla tajantemente con el purista argumento de que la militarización es un sacrilegio inadmisible. Primero, porque ya estamos militarizados, segundo porque en este momento es inevitable. Preguntémonos, mejor, cómo atenuamos sus efectos y encontramos la vía más rápida para salir de ella sin perder la batalla en contra del crimen organizado. Una democracia no entrega las tareas policiacas a su ejército, pero en una democracia las policías no están vencidas ni forman parte de la nómina de los cárteles ni el Estado ha perdido el control de regiones completas. Discutamos los pros y contras de la propuesta de López Obrador, pero seamos realistas y hagámoslo que somos más Uruapan que Europa.

@jorgezepedap

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Escrito en: Jorge Zepeda Patterson fuerza, ejército, López, ahora

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