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ROMA

GREGORIO MUÑOZ

Finalmente pude ver Roma gracias al paréntesis constitucional. Había leído ya todo tipo de comentarios: legos y doctos. De entre ellos destaco dos: el de Guillermo del Toro y el de Enrique Krauze.

Para quienes vivimos en la capital esos años, determinantes en el México que vivimos hoy, es difícil escapar de la nostalgia por el De Efe ido. Una nostalgia que se corresponde a la que nuestros padres vivieron con las películas de Cine de Oro mexicano y el paisaje urbano del centro de la capital de ese momento.

El uso de las imágenes monocromas es a la vez testimonio y tributo a la cinematografía de aquella época. Mi deformación profesional me sustrajo al análisis del uso del espacio público y privado de la cinta.

La calle. El comercio vivo e intenso de las tiendas de la esquina en la era AO (Antes de OXXO) donde los envases eran moneda de cambio, las rejas de la leche se apilaban al lado de las del tomate, de las cebollas, de los refrescos Lulú y Pascual y todo tipo de alimentos ajenos a las góndolas del súper y cercanos al almacén general de los pueblos. Lugares de los que conocíamos el nombre del tendero. Una vida intensa registrada en ‘travelings’ paralelos, que recuperan la vida de la cuadra, hermanando la Roma con la Condesa, la Narvarte, la Cuauhtémoc, la Del Valle y otros espacios, cunas de una clase media de profesionistas y familias escalando la cuesta hacia arriba. Escenario también de la muerte juvenil, ignominia del puño intolerante.

El patio. Ese espacio que Borges dice que es por donde el cielo se vuelca hacia adentro de la casa. Sitio de tránsito para las nubes, los aviones de turbina y para el inicio y fin de la jornada. Lugar de juegos infantiles, de afanes domésticos y de paso en la llegada y la despedida. Espejo gris de los aguaceros vespertinos del verano y de la fría aguanieve invernal.

La casa. El interior de la casa, más cercano a la Viena de Adolf Loos que a los lúgubres espacios porfiristas de Fuentes. La transparencia de la planta baja es una joya. Permite a la cámara girar en panóptico y nos sumerge de lleno en el trajín de la vida diaria de una familia que en lo cotidiano se mantiene a flote, gracias al coraje y determinación de las mujeres.

Las azoteas. Quizá el espacio con más carga razonada de todos los demás lugares. Ahí existe una ciudad aparte. Es la ciudad de las migrantes domésticas. La Irene de Serrat columpiándose en los alambres al igual que toda la ropa de casa. Espacio oculto a cielo abierto, reino de Radio Centro, la W y las populares del cuadrante de AM. Una visión infinita de veladuras de malla ciclónica, de tendederos y de tinacos de asbesto. Lugar inexpugnable para el peatón de pisos abajo. Vedado a los dueños de casa, paraíso secreto de quienes por fuerza del trabajo lo habitan. El comercio y la salud.

La prehistoria del Mall reducida a una austera y mínima expresión en tiendas departamentales que poblaron el centro, Insurgentes y otras arterias principales.

Reminiscencias del Deco de la preguerra y los primeros coqueteos con una arquitectura internacional. La entrada en vigor de la mexicanísima institucionalidad del IMSS y su rica impronta arquitectónica.

La banqueta. Otro espacio de la prehistoria: el tiempo AF -Antes de los franeleros- de los Valet Parking, de la intrusión de los autos montados en la acera. Lugar para la contemplación de un desfile o la vida que sin prisa pasa y de los romances febriles al abrigo de la oscuridad.

Los lugares públicos. La sala de cine como acontecimiento de la semana sin marca registrada; el diseño interior como complemento de la ficción que corre en la pantalla; las aglomeraciones de ambulantes con más chuchulucos que los de la dulcería de adentro, al cobijo de las extintas marquesinas luminosas. Y finalmente esta existencia auto-referida de la gran urbe que solo se entiende así misma en la inmensidades ya no tan transparentes de las faldas de los volcanes, de los inmensos terregales de un lago desecado o se arrulla con el oleaje de las playas guerrerenses y jarochas. Si, la mega-urbe lo devora todo, es su sino siniestro.

La visión de Cuarón no apunta a los sustratos tectónicos del lago, avizora un magma que terminará homogeneizándolo todo, depauperándole. Es el suyo un vistazo al cosmos antes del caos: una mitología inversa.

Y en este recuento de la vida y los espacios cotidianos de vidas que para otros pueden parecer ajenas, nos pone de frente a la suya y a la nuestra: la de la juventud de los años setenta.

Finalmente, el De Efe vale más, mucho más que un Oscar y Roma, ¡sin duda lo vale! Gracias Alfonso.

Escrito en: vida, espacio, casa., Lugar

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