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El futuro en juego

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Por años la realidad estuvo ahí donde aún hoy se encuentra y, ahora, al descubrirla, se vino encima. Siempre se supo de ella, pero se le disfrazó o ignoró y, en su actual desnudez, irrita a unos y a otros, al tiempo de suscitar azoro. Enorme tensión provoca la idea de transformarla con precipitación, sin generar -en el desbocamiento- otra realidad peor aún a la prevaleciente.

La corrupción fue mucho más allá de enriquecer o empoderar a las élites de los más diversos ámbitos, marginó y empobreció a esas mayorías que, en sus ojeras, reclaman con desesperación una respuesta, así no sea la correcta ni la mejor. El vendaval de la descomposición desmoronó principios, lastimó viejas y nuevas instituciones, fastidió mecanismos y procedimientos, deshilvanó el tejido social y, en el colmo de su manifestación, borró la frontera entre crimen y política, entre generación de riqueza y robo o saqueo de ella.

La impunidad -la otra mancuerna del juego- fue la invitación a confundir civismo con cinismo, concordia con desacuerdo, derecho con privilegio, solidaridad con complicidad, negociación con transa, posición con posesión, posturas con prerrogativas, poder con tener... y, claro, el crimen no tardó en apersonarse a la fiesta de la desvergüenza, alzando su copa de sangre, pólvora y violencia sobre el cuerpo de las víctimas, los muertos, los desaparecidos y los desplazados, incorporando al funeral festejo a todo aquel con ganas de hacer suyo lo ajeno o de participar, aun sin querer o saberlo, en la subcultura de las pandillas, los cárteles, las tribus, los clanes o las mafias. El crimen organizado compitió con la política desorganizada.

El desencuentro nacional no tardó en presentarse y, hoy, en la confusión, el país rebota entre el miedo y la esperanza de transformar esa realidad insoportable, corriendo el riesgo de fastidiar lo que, aun en la catástrofe, debe conservarse y sostenerse.

Tiempo difícil vive el país.

El presidencialismo rememora la leyenda de su fuerza, pero olvida el vencimiento de las palancas del poder de antes y, entonces, pese a las ansias, el deseo y las reformas a la talla de la necesidad o la necedad, traer la banda tricolor terciada al pecho no supone hacer cuanto se quiera, así se cuente con un innegable e inusitado respaldo popular. Ya no basta mover los labios o tronar los dedos para indicar u ordenar qué acción emprender según la voluntad.

No existe más ese presidencialismo, pero tampoco un nuevo modelo de hacer política. El ejercicio personalizado del poder no fue reemplazado por instituciones e instancias consolidadas que, a partir del compromiso democrático, la rendición de cuentas y la transparencia, reivindicaran la política fincada en el debate, la negociación, el acuerdo y el equilibrio. No, muchas de esas instituciones viejas y recientes, colegiadas la mayoría, pervirtieron o corrompieron su función, o bien, la pusieron al servicio de los intereses que deberían contener o de quienes colocaron a sus integrantes en ellas.

Se enterró al viejo presidencialismo sin gestar una democracia fuerte y un Estado de derecho firme, así algunos veneren a la una y al otro en el nicho de la simulación.

En tal circunstancia, el país se halla en una encrucijada de muy difícil solución. Unos juran contar con la razón histórica y el resultado de las urnas, las consultas y las encuestas; otros, con la certeza, los indicadores y la verdad de las calificadoras. Dilema frente al cual no faltan quienes se frotan las manos ante el peligro de la fractura porque, en la quiebra nacional, ven la eliminación de una vez por todas del contrario, al que de dientes para fuera denominan adversario. No lo dicen, pero están convencidos de que el país no es tan grande como para que quepan todos.

Ahí donde el presidente de la República ve trabas inaceptables y sus contrarios anclajes irrenunciables. Ahí, es donde la realidad se bambolea sin transformarse.

El tiempo mexicano es finito y corre de prisa, bajo el acecho de muy variados factores de poder -incluido el crimen de mezclilla o casimir- que amenaza la estabilidad y amaga, otra vez, con frustrar la oportunidad de reponer el horizonte y darle perspectiva al país. Tras haber recorrido y agotado el abanico de las opciones políticas, esta vez el desencuentro podría ir más allá del desentendimiento.

El momento exige una reflexión rápida y profunda sobre cómo evitar la parálisis que, reiteradamente, ha anulado replantear al Estado y qué hacer sin vulnerar los referentes que aún quedan para rescatar a la nación y conciliar los múltiples intereses que, sin competir por dominar, alienten la cohabitación nacional en un marco de tolerancia y pluralidad.

Ningún sentido tendría elegir a un nuevo gobierno obligándolo a renunciar de antemano a la idea de explorar nuevos derroteros o instándolo a ensayar nuevos caminos sin mirar el mapa y la ruta. La democracia supone un horizonte, pero también un límite. Una situación de emergencia como la prevaleciente exige acciones inmediatas, pero no irreflexivas o de campanazo.

Por lo pronto y en medio del vértigo, el Congreso de la Unión trae en su cartera tres asuntos de enorme relevancia para la educación, la seguridad y la justicia, cuyos efectos trascenderán este sexenio. Fallar otra vez en la adopción del modelo indicado en cada uno de esos rubros, en aras de satisfacer a un sector y de atender una urgencia, no garantiza salvar el sexenio y sí, en cambio, condenar de nuevo al país a una historia dolorosa, frustrante y conocida.

Es hora de construir consensos, no de frustrar expectativas.

Apuntes

Si Mauricio Toledo, el perredista en la picota, encuentra espacio en Morena, se podrá decir que los partidos en su conjunto son unos igualados.

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