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Ética del doble efecto

Metáfora ciudadana

LUIS ALBERTO VÁZQUEZ ÁLVAREZ

El principio del doble efecto tiene su origen en distinciones de virtud trazadas por Tomás de Aquino. Valida la licitud o ilicitud de una acción que produce dos efectos: uno bueno y otro malo. Los filósofos morales lo recomiendan para justipreciar la actuación cuando el acto legítimo de una persona puede causar a su vez, un efecto que, en otras circunstancias estaría obligado a evitar. Es una herramienta indispensable en el debate del principio ético de "No Maleficencia", que sentencia "no hacer mal a nadie".

Inferimos normalmente que un agente es siempre responsable por todas las consecuencias previsibles de sus acciones y/o de sus omisiones, debiendo tener en cuenta, invariablemente, un cálculo o balance de todas las consecuencias. En la vida social, no siempre está moralmente prohibido realizar un acto de bien del cual surge, automáticamente, un mal; siempre que el efecto deseado no sea el perjudicial. El Principio ético de no imputabilidad del mal indirecto producido por un acto voluntario directo, autoriza tolerar que, cuando existe una situación grave en la que, el beneficio que se espera obtener es tan grande que justifica la puesta en marcha de una acción con consecuencias negativas; estas deban ser menos nocivas que el resultado de abstenerse, y que dicha merced, no se lograría sin la exposición a ellas. Exige, además, que no existan acciones mejores para ser escogidas. El efecto malo no es querido o buscado por sí mismo, pero sí es deliberadamente aceptado.

Así pues, el actor no es responsable por todos los efectos malos que se siguen de su acción; lo importante es que el agente no intente el efecto malo como fin del acto en sí mismo ni que sea un medio para alcanzar el efecto bueno, porque no se debe hacer el mal para que venga el bien.

Desde su nacimiento, el personaje de esta historia, ha vivido enferma, pero con férrea constitución física e inmenso anhelo de existir. Escasos momentos de paz ha cobijado entre terribles padecimientos. En un instante de su vida, un hombre bueno, pero ingenuo, quiso curarle, abrió su cuerpo para extraer la podredumbre, más asustado por los gemidos de dolor y ante tanto daño orgánico, entró en pánico y cerró precipitadamente el cuerpo; este se debatió en atroces dolores; perdió muchísima sangre y quedó debilitado. En 1929 fue invadido por el peor virus de su existencia; este absorbió lo más virulento de la enfermedad anterior, agregando nuevos bacilos creados por él e infiltrándolo totalmente. Diez años después llegó otra infección que aseguraba sacaría al organismo destructor, pero con el tiempo gustó del sabor y riquezas del enfermo y se convirtió igualmente en su saqueador, aliándose en ocasiones con el primero o peleándose con él por los despojos. Así se fueron sumando muchos gérmenes y microbios más, todos ellos atraídos por la facilidad de enriquecerse con lo que iba quedando de la esencia vital del enfermo.

Ante crisis tan evidente, llegaron miles de charlatanes que presumieron curarle; chamanes, yerberos, hechiceros y brujos; pero todos finalmente salían inmensamente ricos con la venta de sangre y órganos del enfermo que empeoraba entre gritos de dolor y suplicas de compasión.

Llega ahora un cirujano sensible que recibe al paciente con el cuerpo completamente gangrenado y con una deuda inmensa producto del enriquecimiento de sus antiguos curanderos. Decide amputar ciertos miembros; limpiar algunos órganos y sujetarlo a una rígida dieta. No se muestra ni sereno ni complaciente; al contrario, es belicoso, agresivo, provocador y hasta bravucón, pero asegura que salvará al paciente, aunque deje en la camilla la mitad de él.

Otro problema es que no informa lo suficiente del terrible padecimiento, ni al paciente ni a los familiares; no espera a que estén listos todos los estudios clínicos para empezar la cirugía y abre las heridas antes de que la anestesia haga pleno efecto. Está tan desesperado en operar que incluso algunos de sus asistentes no están lo suficiente calificados, pero él requiere que estos mantengan los signos vitales en perfecto estado y no dejen que virus ajenos invadan el organismo. También exige que nadie en su equipo esté comprometido con algún laboratorio abusador, y que actúen con vergüenza y con amor al paciente; así, el enfermo estará seguro con ellos. Dictamina que, finalmente, la última decisión es del cirujano y no de las porras de los familiares ni las abominables críticas de los charlatanes que lo único que hacen es vituperar mientras él intenta curar.

Ante esa decisión médica, aquellos farsantes curanderos, charlatanes y yerberos que acumularon inmensas fortunas por estar sólo sobando el cuerpo, lanzan aullidos, blasfemias y se convierten en detractores del cirujano. Gritan e insultan porque se les acabo el saqueo del patrimonio sin lograr curación alguna. El odio de los patéticos rufianes hechiceros es tal que, incluso, están dispuestos a copiar la experiencia de otros hospitales, amarilleándose para impedirle al cirujano agraciar alivios y cicatrizaciones. Uno de los santeros que más critica el proceso de curación, es aquel del que se esperaba un cambio y resulto un fraude; otro con su peregrinación militar provocó miles de muertes; aun así, ambos acusan al cirujano de asesino. En cuanto al antibiótico a utilizar, parece haber acuerdo generalizado.

La decisión del cirujano, desde la visión socrática, será ética si obedece a la voz interior de su conciencia, la cual debe guiarle en la disertación de lo que es bueno, verdadero y en aquello que la sensatez no le objete. Lo importante es asegurar que dicha decisión sea tomada en libertad y con honestidad, demostrando coherencia en el comportamiento, aceptando y respetando las diferencias cuando estas sean íntegras, no basadas en intereses espurios.

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