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LETRAS DURANGUEÑAS

Cecilia Reyes Estrada, relato de una familia japonesa en México

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Cecilia Reyes Estrada, relato de una familia japonesa en México

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ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA

Nunca se podrá dejar de valorar la gran capacidad que tiene la literatura -desde la vertiente que se prefiera- para recrear los tiempos pasados en testimonios vivos. Por ese proceso llamado de lectoescritura aquellos sucesos guardados apenas por los lejanos recuerdos de sus protagonistas, recobran una vigencia que solamente le puede otorgar el oficio de las letras. Con justa razón se dice que el corazón de la verdadera voluntad artística es, fundamentalmente, la lucha de la memoria contra el olvido. Las páginas del libro que esta tarde nos llaman reafirman el mérito de esta tarea por preservar lo que fue, lo que -como dijo el poeta- no quiere morir del todo.

Sin embargo, muchas otras aristas se suman a ese primer impulso renovador, y que vienen a reafirmar también una cualidad propia de nuestra naturaleza: el gusto y la disposición que tenemos para que nos cuenten una buena historia. Así, en ese acuerdo entre el que narra y el que atiende, nos dejamos llevar por esa voz relatora a otros mundos, a otros tiempos. "La gallina azul. Historia de una familia japonesa en México durante la Segunda Guerra Mundial" (Ítaca, 2014), la obra inicial de Cecilia Reyes Estrada, originaria de Durango, indaga precisamente en el encuentro de culturas -¿distantes? ¿cercanas?- a través de una crónica íntima, particular, entre los dos países.

Para subrayar, pues, una de las aportaciones sobresalientes que ofrece este libro, vale la pena destacar lo que ya había antes de su aparición. Se trata de una serie más bien escasa de estudios académicos sobre las migraciones del País del Sol Naciente a tierra mexicana, por ejemplo los debidos a María Elena Ota Mishima, quien publicó importantes investigaciones sobre el tema hace ya alrededor de cuarenta años. Y, por otra parte, y más concretamente acerca del asunto que aborda Cecilia Reyes Estrada en su narración, el canadiense Francis Peddie dio lugar al análisis titulado "Una presencia incómoda: la colonia japonesa de México durante la Segunda Guerra Mundial", dado a conocer más recientemente, y en donde se precisa lo siguiente (la cita in extenso vale la pena para situar mejor la historia que ahora nos ocupa) : "De diciembre de 1941 al otoño de 1945, la colonia japonesa de México fue sometida a algunas medidas restrictivas que afectaron gravemente la libertad de movimiento, el bienestar económico y la concentración demográfica de esta gente. No fue un fenómeno exclusivamente mexicano; de hecho casi todos los países de América aplicaron medidas prohibitivas a su población japonesa, frecuentemente sin considerar si los japoneses eran residentes, ciudadanos naturalizados o miembros de la segunda o tercera generación de la colonia étnica nacida en la nación".

Tales eran las condiciones -duras, reales- que prevalecían. Y si han sido necesarios tantos años para que se atendieran dichos acontecimientos mediante el recuento histórico, otros más tuvieron que transcurrir para ver por dentro los sucesos, a través de la labor literaria.

Se debe, entonces, enfatizar que seguimos una expresión colectiva y, a un tiempo, una muestra significativa de una de aquellas familias. Desde la llegada de los más viejos, contratados en el nuevo siglo XX para trabajar en Oaxaca, para cortar la caña de azúcar. Venían esperanzados a un territorio para ellos inimaginable, con el deseo de ayudar a los suyos en Japón. Cruzaron el mar en cuarenta y cinco días, algunos volvieron a sus pueblos del Oriente, no pocos se quedaron para siempre en México, amparados después en muy buenas razones, como la que narra la autora: "La bella Fumie tenía veintidós años cuando recibió la propuesta de matrimonio del hombre de la fotografía que la miraba orgulloso desde el otro lado del mundo; ella estudió su porte, su sonrisa, el abrigo de lana que vestía, la corbata de seda, y le pareció encantador".

Animados por tradiciones milenarias, fortalecidos por un espíritu indomable y una extraordinaria capacidad de esfuerzo y de sacrificio, los japoneses se ganaban la vida poniendo lo mejor que traían: su inclinación al continuo aprendizaje junto a su profunda identidad cultural. Y salieron adelante, para usar la frase común, adaptándose sin remedio a las inéditas situaciones.

Ya nacido en el nuevo país, André Yamada es el centro del relato. Su infancia en Sonora y su juventud y madurez en la capital de la República. "Mi gallina azul era diferente a todas las demás aves del corral -señala una de las páginas del libro-; entendía cuando yo le hablaba y me seguía por toda la casa como un perrito faldero; comía dátiles, nueces, piñones y maíz. Quería tanto a mi gallina azul que un día fabriqué un carrito para llevarla a pasear". Mientras transcurren esas vidas en el horizonte se presagian daños de tormentas.

Como en el caso de "Lo que el viento se llevó" y en infinidad de novelas, la fuerza y belleza de una historia privada -en la que hay el riesgo de morir o, al menos, de perder la libertad- cobra una relevancia más intensa cuando se observa el telón de fondo de eso que llamamos historia universal. Por contraste observamos los dos movimientos: lo que ocurre en Tlalpan (la lucha por sobrevivir en el encierro territorial) y lo que pasa allá afuera: la escalada la Segunda Guerra Mundial: Japón contra los Estados Unidos… y México en la alianza norteamericana.

Los juegos de los niños, el karate, la comida, la música de violín, sustentan una manera de sostenerse en la adversidad. Poco a poco aquella sensibilidad japonesa se tejerá con la mexicana, tan honda como la de sus orígenes.

Si la forma es fondo, mucho habríamos que agradecer los lectores a esta obra narrativa: la variación, digamos, de sus diversos climas emocionales -el amor de pareja, la educación sentimental heredada de los mayores, el cultivo de otra patria en la sangre. "¿Quién soy?", enfrenta en cierto momento revelador el personaje principal.

Una suave escritura que parece haberse fusionado con la humanidad que describe, la historia gradualmente se va aproximando al ámbito que ya podemos reconocer: el camino de nuestros propios padres. Los estudios universitarios, el mambo, las canciones románticas. Sin dejar de ser ellos, tras décadas de asimilación y convivencia amistosa, los japoneses -con el mismo derecho- son también hijos de México. Los libros, en suma, pueden ser muchas cosas. Llave, talismán, espejo. Otros serán puentes, como el de la escritora Cecilia Reyes Estrada.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS México, japonesa, historia, Cecilia

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