LLORABA EL NIÑO Y NO DECÍA POR QUÉ.
Su madre, finalmente, lo hizo hablar. En la escuela el maestro se había burlado de él. Lo hizo ponerse de pie, y señalando un defecto físico que tenía lo ridiculizó frente a sus compañeros. Lo motejó con un apodo, y rió cuando los niños se lo gritaron en coro. Luego, cuando el pequeño rompió a llorar, lo llamó joto y maricón.
Cuando el padre volvió de su trabajo la señora le contó lo que había sucedido. No dijo nada él, pero al día siguiente fue a la escuela, esperó al maestro a la salida y después de reclamarle con serenidad su proceder le propinó en el rostro un puñetazo que lo tiró al suelo.
Es reprochable esa violencia física, pero más reprobable aún es la violencia moral que usó ese mal maestro, pues la ejerció contra alguien que no podía defenderse. Cuánto dolor, qué sufrimiento, qué ingratas memorias suelen dejar en los niños y jóvenes algunos profesores crueles que no merecen llamarse maestros.
Hermoso quehacer es el de la enseñanza. Los maestros deben respetar a quienes han sido puestos en sus manos no para que los hagan objeto de escarnio, sino para que los lleven por la senda de la verdad y el bien.
¡Hasta mañana!...