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LETRAS DURANGUEÑAS

Es mejor dar que recibir

Juan Humberto Díaz García

Llovió un poco la noche anterior pero ese día amaneció el cielo totalmente despejado. Ya hacía buen rato que los zanates habían dejado de inundar el ambiente con su estridente algazara y abandonado sus dormitorios en los eucaliptos que flanqueaban por el poniente la carretera. El sol iluminaba las húmedas frondas de los apacibles gigantes vegetales arrancando iridiscencias a las gotas de agua que, sobre las hojas semejaban diminutos diamantes. En el ambiente habitaba un aroma a tierra mojada y bosque. Al final de la hilera de árboles, al norte, se encontraba la Escuela Primaria Federal "20 de Noviembre".

Afuera se veía la calle común de un poblado rural de los años sesentas, el piso sin pavimento, disparejo, con buena parte cubierta de charcos formados por la lluvia. Al franquear la puerta, abierta en una barda perimetral de adobe cubierto con mezcla, de casi dos metros de altura, se accedía a unos patios amplios, sombreados por numerosos árboles; las aulas eran de adobe, encaladas por dentro y pintadas por fuera con un color azul verde, muy altas, con pisos de cemento y techos de vigas de madera; los pupitres eran mesabancos con banca corrida para dos alumnos cada uno, también de madera, macizos, pesados, barnizados en color gris. El interior del salón de quinto A, era, en esencia, como el de todos los otros, tenía fijo en la pared frontal un gran pizarrón negro y en las laterales, carteles con mapas y esquemas a todo color; un rasgo distintivo de éste era el retrato a lápiz, muy bien logrado, de Francisco Zarco, colgado casi un metro por encima del pizarrón. Eso era todo.

Ahora, casi cincuenta años después, la escuela continúa en el mismo sitio, pero luce muy diferente, la calle continúa sin pavimentar, dispareja y con charcos, pero los árboles, tanto los de al lado de la carretera como los de los patios, han desaparecido; ya no hay barda perimetral sino reja y las aulas son "prefabricadas".

El hombre de barba y medio calvo, de pie frente a la escuela, quieto y meditabundo, inmerso en sus recuerdos, tampoco se parece ya al niño de entonces que los forjó.

El ser humano es un animal gregario y territorial, más gregario y territorial entre más primitivo; por eso, con frecuencia las personas de bajo nivel intelectual forman pandillas y ejercen violencia para cohesionar el grupo y marcar sus dominios. Entonces no entendías eso, la vida te lo ha enseñado después. Tus amigos te lo dijeron sin saberlo tampoco, solo por intuición, aquel día del incidente que causó la pelea con el Pepenado. Ni modo, Beto, vas a tener que atorarle. ¿Pelearme por una naranja que ni siquiera se me antojaba tanto? Tiene razón Campa, y no te hagas, estuviste esperando casi la mitad del recreo para comprarla… además, si no le atoras ahora, nunca te lo vas a quitar de encima. Cuando te animan otro tipo de intereses no te explicas las motivaciones que pueda tener alguien para fastidiarte sin que tú te metas en sus asuntos.

Vistas a la distancia de muchos años, ahora te quedan claras varias cosas, Campa debe haber sido unos dos o tres años mayor que el resto del grupo, porque, con mucho, era el más robusto y tenía actitudes propias de un adulto, seguramente por eso nadie le buscaba pleito. Merlín era más bajito que tú, muy bueno para las Matemáticas y prácticamente para todas las materias, debe haber tenido también problemas con los abusivos pero, como nunca dijo nada ni fueron tan evidentes las agresiones si las hubo, no te enteraste entonces y hasta ahora no le has preguntado. No te parecen tan lejanos los días en que compartías con Campa y Merlín, tus amigos y compañeros de grupo, en aquel vetusto salón del quinto año A, planes y sueños. El equipo natural que habían formado los tres se había basado en deseos de superación; les gustaba cumplir con sus tareas, participar en clase y obtener buenas calificaciones. ¿Recuerdas si te interesaban otras cosas, cuando con ellos hacías planes de irse juntos a estudiar a la Normal de Tamatán, porque el profe les había dicho que era la mejor del país?, seguro que no. La de Aguilera estaba muy cerca para resultar atractiva, a solo dos kilómetros de sus casas; sus sueños requerían un horizonte mucho más amplio para cumplirse; su juventud necesitaba la aventura, probar la fuerza y destreza con que podían manejar sus alas. Demostrarían su valía lejos de casa y siempre estarían los tres para apoyarse; serían algo así como los Tres Mosqueteros. Sí, la meta debía ser Tamatán.

Hasta antes del recreo, aquel había sido un día normal de clase. Después, todo se volvió confuso, irreal. Estaba yo llevándome a la boca la naranja que había comprado con Luisito cuando el Pepenado me la quitó de la mano y se alejó riéndose mientras se la comía. Una ola de calor inundó mi cara; sentía una mezcla de sorpresa, ira, frustración y vergüenza. Mis compañeros habían presenciado todo. Vino entonces la conversación con mis amigos y aquella frase definitiva de Campa: Lo arreglaré para la salida.

En la calle me esperaba mi hermanita, que parecía ya enterada de la pelea porque se veía asustada. Ya vámonos, me dijo. Espérame un ratito, güerita, ahorita regreso. Mi mamá se va a enojar si nos tardamos. Si no me tardo, es nomás un ratito. Le encargué mi mochila y fui a reunirme con los que esperaban el encuentro. Todo se movía lentamente, sentía mi cabeza metida en una olla, las sienes me latían fuerte y rápido, como si hasta ahí se me hubiera subido el corazón, sentía lo boca seca, tenía miedo. Junto al Pepenado venían el Rebeco, Tinillo y el Tren. Nos paramos uno frente al otro, de pronto sentí un intenso calor en mi oreja derecha, el Pepenado me había dado un golpe fuerte y no me dolía; entonces le propiné una andanada de puñetazos en la cara, la cabeza y el cuerpo, sin cuidarme de los que yo recibía. Ante la lluvia de golpes, me abrazó, forcejeamos, perdimos el equilibrio y rodamos por el suelo lodoso; se deshizo el abrazo y seguimos golpeándonos; los espectadores gritaban excitados, con las características variaciones de crestas y valles de intensidad según el fragor de la contienda. Merlín y Campa mantuvieron a raya a los amigos de mi contrincante. Yo sentía la cara y la cabeza, pero sobre todo las orejas, grandes y calientes. No veía nada más que la cara del Pepenado, frente a mí, cada vez más manchada con la sangre que le brotaba de la nariz y la boca y con los ojos cada vez más pequeños. Súbitamente alguien gritó: ¡Ahí viene el profe! La "bolita" se dispersó. ¿Nos vamos? me dijo mi hermanita que estaba llorosa junto a mí y me ofrecía mi mochila. No le vayas a decir nada a mi mamá, güerita, si pregunta qué me pasó le decimos que me resbalé y me caí en un charco ¿eh?

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS amigos, entonces, sentía, casi

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