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LETRAS DURANGUEÑAS

Kafka por 5 de febrero

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FCO. JAVIER GUERRERO GÓMEZ

Hoy, como hoja de otoño mi cuerpo cayó en el pavimento; tañían las campanas la hora sexta p.m. La gran columna humana, de los ojos alerta y las piernas rápidas, ondulaban entre las señas del policía de tránsito, en pleno centro de la ciudad, en la esquina de Victoria y 5 de febrero.

Todos íbamos en ese tren sin máquina ni cabúz guiados por la prisa. Los pasos se me encendieron para el iluso pretender de ganarle al tiempo. Solo un breve lapso para cruzar la acera, tiempo sin minutos. Cansado de la andada, en marcha y de pronto, todos los años cayeron en mis piernas. Y me desplomé, golpeándome la cabeza. Se obscureció el espacio, los autos retumbantes se hicieron presentes, gritó mi compañera, nada podía hacer, su fuerza no llegabas al total de mi peso, hubo un algo de duda, bocinazos como trompeta inclemente mandaban maldiciones.

Después la nada, el silencio total y poco a poco sentí que descendía, era como un pozo oscuro hasta que fui acostumbrándome y descubrí que el pozo se comenzó a dividir en varios túneles cual si fuera un gran hormiguero y aunque cerrara los ojos seguía observando lleno de pánico como salían de los túneles seres pequeñísimos como duendecillos, o gnomos, algunos hobbits y uno que otro pitufo, todos me veían con ojos malditos y me rechinaban los dientes, y de pronto se fueron contra mí, con puñetazos, patadas y escupitajos. Pensé para mí ya me morí y voy derechito al infierno, seguí cayendo acompasadamente, comenzaron a salir de todos mis orificios unos insectos flácidos como queriendo roer mi piel, tal vez cansados de comer mis entresijos, quise gritar ya que la boca era lo único que podía abrir y al intentarlo salieron de ella gigantes coleópteros que desprendían cada uno, una orina insoportable y comenzaron a darse un gran festín con los gusanos hambrientos.

Pos de cual fumé o que me metí que estoy en mi propio Apocalipsis, el último pitillo fue hace veinte mil años y era de los llamados Gratos de puro mentolado, tampoco andaba ebrio, pues la última borrachera fue cuando ganó mi partido y eso que fue de buró; de drogas pues solo la glibenclamida y el complejo b.

Interrumpieron mis congojas una bandada de murciélagos, que al acercarse no eran lo que pensé, sino que todos eran pequeños diablos con sus tridentes que comenzaron a repartir demoniazos (ahora sí la palabra es justa) para desmadrar a los pinacates. En mala hora mi frente se puso rígida, ya pa qué, y se me rodó una lágrima que uno de los diablillos apuró de un trago y me la eructó en la cara, Hasta entonces comprendí que iba cayendo completamente desnudo o a lo mejor los anteriores habitantes se habían comido mi ropa. Hasta parecía una jalada de Federico.

Los pequeños demonios estaban pintando en mi cuerpo un campo de Futbol, con los arcos de los pies formaron las porterías. Entonces el más osado llegó hasta mi ojo derecho y sin pedirme permiso me arrancó la redonda córnea para usarla como balón y comenzó el partido, lo único que no permitían era rematar con la cabeza, porque con los cuernos podían ponchar el balón corneal, así tuerto, solo veía medio campo, sin embargo alcancé a divisar a Garrincha y a Chava Reyes que quien sabe cómo diablos le harían pero se dieron vuelo metiendo goles, cada gol me retachaba en mi ojo como si todavía estuviera completo. Uno se posesionó en la mera punta de mi calva y con un micrófono de potente volumen que me hería el oído porque traía puesto mi aparato contra lo sordera y anunciaba los goles con un grito horrendo, apenitas distinguí que era Ángel Fernández, pero tenía prohibido decir su nombre, por lo que se lo cambiaron por Chamuco Fernández.

Ya no pude más me arrepentí mil veces de haber leído la Divina comedia, el Aleph, el Paraíso perdido y el Evangelio... de Saramago. Al final del partido comenzaron a brindar con mi jugo gástrico, con mi líquido cefalorraquídeo, hasta quedar dormidos en mi silla turca y en mi hipotálamo cerebral. Desgraciadísimos me agarraron de puerquito.

De pronto se escuchó un bramido potente y todos despertaron y se despabilaron con la cola puntiaguda entre las piernas, con zapatos de pezuñas; el del bramido ocupo todo la luz del túnel abrió sus alas de vampiro y enseñó las garras y colmillos.

Eso si ya no lo pude soportar… Volví a la inconsciencia.

Cuando desperté estaba otra vez en la esquina de Victoria y Cinco de Febrero, rodeado de una bola de mirones que se reían de mí con carcajadas más ardorosas que los tridentes de los diablitos.

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