Luisito, el del Potrero, es hombre agradecido.
Hace tiempo le hice un pequeño favor.
Yo lo olvidé.
Él no.
Quien hace un favor debe olvidarlo; quien lo recibe, nunca.
Todos los años la gratitud de este Luisito se manifiesta en frutos, los frutos de sus labores y de su labor. Ayer nos envió en el autobús una caja de ciruelas. Son perfectas, como si Dios se hubiera tomado el tiempo para hacerlas una a una. Yo las devoro con los ojos. Son bellas como mujeres: tienen la misma armoniosa redondez y la misma dulzura de su carne. Muerdes una ciruela y es lo mismo que darle una mordida al Sol. Se te llena la boca con el aire de la sierra y con la clara frescura de las aguas que riegan nuestras huertas.
Ciruelas de púrpura, reales y magníficas, regalo del paladar y el alma. Las miro sobre el albo mantel de la cocina y doy gracias a Dios, que se hace eucaristía no sólo en el vino y en el pan, sino también en las ciruelas de Luisito.
¡Hasta mañana!...