En vísperas del primer informe presidencial de López Obrador, las comparaciones entre la situación del país antes y después de su toma de posesión y en particular la comparación entre los informes presidenciales del pasado y el que está por venir, resultan obligadas.
Como está registrado en la historia nacional, el abandono del rígido protocolo de los informes del Poder Ejecutivo que estuvo vigente durante la época de la Presidencia Imperial, comenzó en el ocaso de la era priísta. A partir de Salinas de Gortari, las interrupciones al discurso del Presidente se hicieron cada vez más ruidosas y frecuentes, por las interpelaciones y protestas desde los escaños de derecha e izquierda, hasta las elecciones intermedias del año 1997, en las que el PRI perdió la mayoría en la cámara de diputados.
En la segunda mitad del sexenio de Ernesto Zedillo creció la demanda social en aras de una simplificación del formato, que excluyó al Presidente del recinto parlamentario, para concluir en la simple entrega de un documento, por conducto de un mensajero surgido del Gabinete Presidencial, en tiempos de Vicente Fox.
Al quedar reducida la ceremonia a los límites antes referidos, se enriqueció la glosa del informe en el Congreso mediante la comparecencia de los Secretarios de Estado escogidos para tal efecto, en orden de importancia y sentido de oportunidad, según la circunstancia política del momento. En paralelo inició la costumbre de realizar días después y por separado, precisamente en los patios de Palacio Nacional, una presentación extraoficial del informe ante invitados de la clase política y el sector empresarial, seleccionados en forma discrecional.
Dada la tendencia de López Obrador a sorprender, el desarrollo de su Primer Informe es de pronóstico reservado sin embargo, ya se percibe el contraste que existe entre la apreciación del Presidente que en un ambiente dividido en extremo, califica su propia gestión como de ensueño y la crítica de la oposición que sintetiza los efectos de la llamada Cuarta Transformación, como un embate generalizado en contra de las instituciones y el burdo traspaso de recursos de los programas sociales de antaño, para ser entregados como dinero en efectivo con miras a consolidar una clientela electoral, dócil a la persona de López Obrador.
El reto para el Presidente de cara a su Primer Informe no es fácil, porque de entrada el combate a la inseguridad se percibe no solo como una asignatura pendiente, sino como un problema agravado en relación al pasado inmediato. Los recientes desplantes del crimen organizado frente a un Ejército y una Guardia Nacional incipiente que parecen atados de manos, y la confusión entre lo que es protesta ciudadana y disputa de territorios por parte de bandas criminales que campean en distintos puntos de la geografía patria, ofrecen un entorno adverso a la promoción de la imagen presidencial.
Al escenario descrito con antelación, se suma la incertidumbre que en materia económica y financiera asoma en el horizonte, tanto como consecuencia de actitudes del Presidente que desalientan la inversión, como en ocasión de un escenario internacional que plantea una amenaza de recesión. La suma de estos pasivos en el plano económico y social, opera como contrapeso en contra del gobierno de López Obrador, con más fuerza que lo que pesan la división de poderes, los partidos de oposición y la participación ciudadana.
Solo iluminan el panorama del Primer Informe del sexenio iniciado el pasado primero de diciembre, los destellos de justicia que significan los procesos judiciales emprendidos en contra de Rosario Robles Berlanga, Juan Collado y otros personajes vinculados a la Estafa Maestra y a la operación de Petróleos Mexicanos, durante el gobierno de Peña Nieto. Lo anterior no es poca cosa y pesa para bien del Presidente en el ánimo de muchos mexicanos que votaron por López Obrador, en función de la oferta de lucha contra la corrupción, como eje fundamental del actual gobierno.