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LETRAS DURANGUEÑAS

No te mueras

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No te mueras

ZITA BARRAGÁN

Tan pronto me enteré, salí a buscarla. Recorrí varios cientos de kilómetros añorándola entre las arboledas del camino, mientras la tarde declinaba sobre la raya continua del asfalto. El sol se apagó: era la hora de los murmullos y las luciérnagas. Faltaba tan poco. Mis ojos no se apartaban de la guía luminosa de los faros sobre la carretera. Arribaré a tiempo, lo prometo -le ordené a los minutos y al destino-; justo a tiempo para mi redención.

La recordaba bella, vestida de elegancia y dignidad, sujetando mi mano camino a la escuela. Aspiré su halo de Chanel número cinco mientras su voz abarcaba mi mente:

El camello con mochila la jirafa con su chal y en la boca lleva el perrouna goma de borrar…

Canta bajito, Marisa, para que la gente tonta que pasa junto a nosotras, no suponga que estamos algo locas. Hasta esos momentos no había realizado un recuento de mis dones: uno suele asumir que la bondad es gratuita y que el amor que obtiene se genera por inercia, por costumbre, por simple deber.

No falta el león, monos también y hasta un tiburón; porque en los libros siempre se aprende cómo vivir mejor…

Eran casi las diez cuando divisé a lo lejos las luces de la ciudad. ¡Qué ganas de comer algo! Marisa, ¿se te antoja un caldo tlalpeño? Aceleré a ciento veinte. No corras tanto, Marisa, podrías tropezar y romperte un diente. Disminuí la velocidad mientras reflexionaba en la necesidad de llegar íntegra a mi destino. El sólo hecho de saber que ella se encontraba en riesgo de muerte me había obligado a reflexionar a lo largo del trayecto, hasta llegar a la conclusión de que el doctorado no me ilustró lo suficiente, que lo fundamental de la existencia no reside en las aulas. Encendí la radio y la apagué casi de inmediato; la confusión en mi cerebro persistía. La vi rodar por las escaleras de la estancia. Oí su grito y sentí un impacto en el pecho. Las estadísticas indican que las caídas en casa constituyen uno de los principales accidentes fatales para las personas de edad avanzada. No te mueras -imploré-, resiste, sólo tienes sesenta y ocho; no olvides que acordamos viajar a Brasil y bailar samba en las calles en tu cumpleaños setenta.

Mis mejillas se empaparon al recordar nuestros acuerdos, veinte años más antiguos y veinte años más nuevos. ¿En qué etapa de mi vida se esfumaron? El tiempo y la distancia dieron cuenta de ellos. Sin embargo cobraban ahora dimensiones monumentales, ante la posibilidad de perderla para siempre.

La noche era tibia cuando arribé a la casa de mis padres. El silencio era total y la brisa leve transportaba aroma de madreselvas. Me sequé las lágrimas y busqué las llaves guardadas en el bolso gris, que colgaba de mis hombros derrotados. Al ingresar al jardín asumí que todos dormían: eran más de las once. Si bien cabía la posibilidad de que ella, y los demás, se hubieran marchado.

Atravesé la estancia con cautela, de puntillas, y me dirigí a su habitación temblando de incertidumbre. Al llegar a su puerta me detuve a tomar aliento antes de girar la perilla e interrumpir el silencio. Lo primero que vi fue su sombra en la cama. Abuela -dije casi sin aliento-, soy yo, Marisa. La luna se abrió paso entre las nubes y extendió sus brazos hacia la ventana. ¿Por qué has tardado tanto? -respondió.

Corregí mi postura, enderecé los hombros y corrí a su encuentro. Afuera, el viento removió las madreselvas.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS mientras, Marisa,, llegar, casi

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