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LETRAS DURANGUEÑAS

Algunas metáforas de la lectura

Algunas metáforas  de la lectura

Algunas metáforas de la lectura

ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA

Siempre era así ¿por qué contigo tenía que ser diferente? Se trataba del tema que conocías de tiempo atrás. La difusión cultural, la promoción de la lectura, la donación y reinstalación de acervos personales. Tres décadas en la talacha bibliográfica, como te gustaba repetir. Trescientos libros comentados en la televisión y más de un centenar de títulos presentados en ceremonias públicas. Prólogos, contraportadas, solapas. Sin contar las numerosas conferencias ni tus escritos en periódicos y revistas. Todo prácticamente gratis (era muy raro que recibieras un pago por esas labores, principalmente en los comienzos). Pero ganabas, eso sí, algunas gratitudes de gente humilde y sincera. Y así estaba bien, te consolabas ¿En dónde puedo conseguir el recetario de cocina o los relatos de casas durangueñas con aparecidos? Y no te faltaban, por supuesto, los venenos de las envidias correspondientes, con tus libritos bajo el brazo nunca vas a salir de jodido. Ya se sabe, para un receloso nunca habrás hecho nada y seguirás siendo nadie. Ulises jamás llegará a Ítaca.

Algo, pues, conocías del asunto. Y, no obstante, todavía no te quedaba claro el secreto más profundo -¿secreto?- de la ciencia y magia de la lectura, esa seductora atracción que explicaba que gradualmente se fueran llenando las casas de libros, los domicilios de hombres y mujeres excepcionales, a quienes no les faltaban tampoco enemigos cercanos, incluso familiares que detestaban esos estantes llenos de viejas obras. Atrapaban, mis colegas -llamémoslos de tal manera afectiva- las páginas con oficio y con amor a esas otras vidas dibujadas por la tinta. Frente a los asistentes a tus cursos y charlas te gustaba citar, por no estar tan trillados, algunos subrayados domingueros, como por ejemplo el de Michel Tournier acerca del acto de escribir y sus posteriores recepciones: "El autor lo sabe; y cuando publica un libro, no ignora que suelta entre la anónima multitud de hombres y mujeres una bandada de alados seres de papel, vampiros secos ávidos de sangre que se desperdigan al azar en busca de lectores. Apenas cae sobre el lector, el libro se hincha de su calor y de sus sueños. Florea, alcanza su plenitud, se vuelve, en fin, lo que es: un prolífico mundo imaginario donde se mezclan -como en el rostro de un niño las facciones de su padre y las de su madre- las intenciones de su autor y los fantasmas de quien lo lee".

O la opinión, seguramente freudiana, de Octavio Paz -un inagotable vertedor de demasías artísticas e intelectuales- respecto al recinto de lectura de Sor Juana, cuando afirmaba que la lectura era una especie de leche maternal que reconcilia objeto y sujeto; es decir, los libros son un puente para regresar al paraíso perdido. Tampoco olvidabas referir de vez en cuando el ingenio de Jean Cocteau que señalaba que las obras de arte -y una parte de los productos editoriales alcanzan tal categoría- nos quitan algo de vida, porque paradójicamente, mientras contemplamos una pintura, vemos una buena película, leemos, en fin, un cuento excelente, entregamos algo de nuestra más profunda sensibilidad. Estamos en el lugar del crimen, concluía magistralmente el escritor francés. Te gustaban, te entusiasmaban de verdad, esos puntos de vista para llamar la atención y evadir en el auditorio los recurrentes lugares comunes. Y los aderezabas con otras reflexiones de teóricos modernos de la lectura: Roger Chartier, Umberto Eco, Michéle Petit…

El resultado, lo ves a la distancia, tenía sus gratificaciones -serías injusto si no lo reconocieras-, la palmadita en el hombro al terminar la ponencia, soy su fan, hablas mejor cuando improvisas, así no aburres y no corres el riesgo de que se quede solo el salón.

Pero no te faltaban detractores, a veces inesperados, como en la ocasión del Café Madrid.

Tenían más de una hora tomando cervezas, pasaban las diez de la noche. Risas, voces fuertes por todos lados, iluminado el bar con focos de tonalidades suaves. Al fondo, arriba de la barra, la televisión transmitía un juego de los toros de Chicago. Con su acostumbrada y exaltada elocuencia cuando platica de música, tu amigo Arturo Aguilera te ilustraba sobre la trascendencia de Rostropovich. ¡Anda, Óscar, lo máximo! ¡Anda!

En un momento dado se sentó una pareja en la mesita que no había durado ni un minuto sin clientes. Los viste cuando llegaron por la ventana que da a la calle Constitución, donde recargaron la motocicleta. Los dos traían una cinta en la frente. Ella no llegaba a los treinta años y él tampoco a los cuarenta. La muchacha quedó de cara a ti, aunque nunca te dirigió la mirada.

Y el balde de agua fría no tardaría en caer. El muchacho se levantó para ir al baño. Solamente quedaba la mitad de la gente, y habían apagado la televisión. Pedimos otra cajetilla de cigarros.

-¡Aguas!, ya hubo bronca. El cuate de la chava no te quita la vista. Ahí viene.

-¿Has leído a Miller?

-¿Cómo?, le contesté sin mirarlo.

-¿Cuántas novelas has leído de Miller?

-Nada más los trópicos ¿por qué?

-Quiero decirte que yo he leído más libros que tú.

-Te felicito, pero danos chance de terminarnos las cervezas ¿no?

-¿Qué? ¿No lo crees?, continuó subiendo el tono. La muchacha se levantó e intentó llevarse a su pareja.

-Tranquilo -intervino Arturito-, nos da gusto que seas tan buen lector.

Volvieron a su mesa. Todavía alcanzamos a oír su despedida mientras caminaban: Pinches divos.

-Ya vamos a cerrar. Les traigo la cuenta.

-Por nosotros no se preocupen. Cierren, pero nos traes las últimas ¿sale? Para quitarnos el mal sabor de boca.

-Se las pongo, pero ya no al precio de la hora feliz. Y eso porque te conozco, Arturo, y eres cliente.

-Totalmente de acuerdo. Gracias, amigo.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS nunca, leído, lectura, libros

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