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La muerte del dictador

Francisco Valdés Ugalde

Augusto Pinochet Ugarte (1915-2006) falleció el 10 de diciembre, 33 años y tres meses después de haber dirigido uno de los más cruentos golpes de Estado de que se tenga memoria en América Latina. El 11 de septiembre de 1973 derrocó al gobierno de Salvador Allende Gossens, que tres años antes había sido elegido en las urnas y cuyo programa había sido intentar una vía democrática hacia el socialismo.

En un Santiago en que el verano se inicia tórrido, los ánimos de simpatizantes y detractores se desbordaron y ambos bandos protagonizaron, desde el momento mismo del anuncio de su muerte en el hospital militar, festejos y honras fúnebres. Los detractores del general tomaron las calles para celebrar el final de una era con la desaparición física de quien fue líder moral de un sector de la sociedad que, si bien es minoritario, concentra algunos de los más poderosos factores de poder real en la República de Chile.

Para los simpatizantes de Pinochet fue igualmente relevante fijar en el tiempo la memoria de lo que consideran su "grandeza" y una estatura histórica fuera de proporción que lo equipara con los padres de la patria. Luego de la decisión de la presidenta Michelle Bachelet de no ordenar funerales de Estado para el ex dictador y limitar la ceremonia a los honores militares, se produjeron varios exabruptos. Uno de ellos fue el sonoro repudio a la presencia de la ministra de Defensa en la ceremonia fúnebre organizada por el Ejército, presencia que era obligada por disposiciones de ley que obligan a que los actos más relevantes de las Fuerzas Armadas sean encabezados por la autoridad civil.

Pero la máxima expresión de la irritación de la derecha ultramontana sobrevino cuando el nieto del general, que lleva el nombre de su abuelo, pronunció un encendido discurso de tintes decididamente políticos vistiendo el uniforme militar. Ésta fue la ofensa más grave para el Ejército, el Estado y la sociedad chilena. En presencia de la ministra de Defensa y del comandante en jefe del Ejército, el capitán Augusto Pinochet Molina encomió a su abuelo "por haber derrotado al marxismo en plena guerra fría" y no "mediante el voto", sino "derechamente por el medio armado" (sic). De paso, arremetió contra los jueces que llevan las causas por violación a los derechos humanos y por corrupción contra el ex dictador y varios miembros de su familia, acusándolos de "perseguirlo en su vejez". Esta intervención abierta de un uniformado en asuntos políticos provocó una conmoción en la sociedad chilena, a la que el Gobierno respondió expulsando al capitán Pinochet de las filas del Ejército.

Entre 1973 y 1990 Pinochet gobernó a Chile con mano férrea. Después de eliminar o enviar al exilio a todos los opositores, le impuso al país un largo invierno de silencio y represión. "En Chile no se mueve una hoja sin que yo lo sepa", afirmaba el general. Su dictadura fue, probablemente, una de las más importantes del siglo XX latinoamericano, pues a diferencia de otras impuso un sello a la sociedad y el Estado chilenos que aún no ha sido completamente superado. El dictador tuvo la astucia para imponer una serie de medidas e instituciones que garantizaran que Chile, al volver a la democracia, se mantuviera dentro de los límites de una "democracia dirigida" en la que la soberanía popular no pudiera rebasar los límites del neoliberalismo y su bloque dominante.

No obstante, a pesar de esa tremenda imposición de la voluntad de un dictador durante 18 años, y de la impresión de su huella en el sistema político que se formó a su salida del poder, la sociedad chilena inició una lenta pero firme recuperación de su soberanía sobre el Estado político. Entre los acontecimientos que expresan este proceso está la promulgación, en septiembre de 2005, de una Constitución que reforma la Constitución de la dictadura.

Es poco común que una dictadura legalice su poder constitucionalmente. Pero cuando ocurre así, resulta más difícil desprenderse de su legado. A mayor uso de la fuerza pura y dura, cuando se le saca de encima, el horizonte ofrece mayor espacio para emprender un trayecto innovador. Pero cuando la brutalidad no sólo se impone por la fuerza, sino mediante un sistema jurídico, desmontar este aparato es más complejo, pues implica formar mayorías para reformar las instituciones impuestas. De ahí que los márgenes de maniobra fueran al principio muy reducidos.

Fue necesaria la unión de la democracia cristiana y el Partido Socialista en una sola alianza política, la Concertación, para sumar las fuerzas requeridas en la superación exitosa de la dictadura y para, a la vez, generar gobernabilidad y crecimiento económico.

Entre las lecciones que se pueden extraer de la experiencia chilena está el que la Concertación se constituyó en una alianza de dos fuerzas con importantes desacuerdos entre sí, que tuvieron que poner en marcha un decidido proceso de deliberación y negociación acerca de las políticas necesarias para conducir el país en una nueva etapa. Es el ejemplo más notable de un verdadero compromiso histórico democrático en América Latina.

Con este ejercicio, prolongado ya por 16 años, la principal fuerza de la izquierda chilena, el Partido Socialista, se ha convertido en una izquierda moderna y eficaz, que hace política de altura y ha evolucionado hasta comprender que sólo si transforma su herencia ideológica del siglo XX puede enfrentar el XXI. Otro tanto ocurrió con la democracia cristiana, que entendió que sólo en alianza con el centro-izquierda podría hacerse frente a la derecha recalcitrante que se expresó con virulencia en el funeral del dictador.

Ahora Chile puede voltear una página de su historia y acaso consolidar más fácilmente la sociedad abierta, moderna y democrática que ha venido construyendo. Se trata, sin duda, de una enseñanza para todos los pueblos comprometidos con desmontar el autoritarismo secular.

Escrito en: sociedad, dictador, Pinochet, Estado

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