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Anécdota inolvidable

ROBERTO OROZCO MELO

Nadie me lo va a creer, pero de todos modos voy a confesarlo: yo estuve preso 24 horas acusado de nazi. No lo era, desde luego, si apenas tenía 13 años; pero de que estuve en la cárcel, estuve.

Veinticuatro horas de prisión en un cuartucho maloliente y húmedo fueron suficientes, y lo son a cualquier edad, para que nos entre un miedo cerval, y nos angustie existencialmente, al grado de rezar once veces “la Magnífica” y jurarle a Dios y al comandante de policía que no sabíamos qué delito habíamos cometido, pero de cualquier modo no lo volveríamos a cometer.

Recordé esta involuntaria aventura al leer, hace unos días, un artículo de Carlos Fuentes sobre la cineasta germana Leni Riefensthal, que realizó dos extraordinarias películas de propaganda para Adolfo Hitler: Una, “El triunfo de la Voluntad” que exaltaba las multitudinarias concentraciones del ejército nazi en el estadio de Nuremberg, más un sorprendente documental sobre las Olimpiadas de 1938 en Berlín. Caro pagó la señora Riefensthal haber producido y dirigido esos filmes para el régimen nacional socialista: los aliados la aprehendieron al derrotar a Adolfo Hitler y pasó cuatro años en campos de concentración.

La memoria de estos sucesos me llevaron a evocar mi tragicomedia, desde luego pequeña, desproporcionada, ante el drama de Fraulien Riefensthal; en realidad, la única coincidencia podía ser una gran manta roja de enorme swástica negra al centro, que colgaba en la pared interior del segundo piso del antiguo Hotel Palacio, en Parras, antaño casa morada de la familia González Lafont, y a la sazón alquilada a la Academia Luisiana, coto de inquietudes de José Natividad Rosales, mi desaparecido amigo y colaborador de El Siglo de Torreón. José dirigía esa Academia, donde se impartía español, taquigrafía, mecanografía y nociones de contabilidad a estudiantes ganosos de aprender e imposibilitados para pagar estudios particulares.

Eran los primeros años del decenio 40 en el siglo pasado. (Qué ominoso se oye “siglo pasado” para hablar de la centuria en que nacimos y vivimos gran parte de nuestra vida). En el país existía una tremenda psicosis ante un eventual triunfo de la causa nazi, y eso ponía a temblar a los parrenses. El miedo a los alemanes tenía algún fundamento. México se había convertido, entonces, en campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial, mas no como para asustar: los estadounidenses y sus aliados. Tanto los aliados occidentales como los países del eje Alemania-Italia-Japón tenían apuntadas sus baterías propagandísticas hacia los mexicanos. Unos y otros querían convencernos de que ellos y sólo ellos eran los buenos y los otros, los malos.

El principal enclave de difusión y espionaje extranjero, se decía, estaba en Villa Acuña, Coahuila, donde algún radiodifusor instaló una torre de transmisión de gran potencia y estratégica ubicación geográfica, en la precisa línea fronteriza de México con Estados Unidos. Así las ondas hertzianas podrían difundir hacia los cuatro puntos cardinales la información útil a los nazis.

El FBI estaba seguro, además, de que se liberaban, ocultos en la publicidad, algunos mensajes confidenciales. En la ciudad de México se editaban varias publicaciones de propaganda hitleriana: una de ellas era “Timón” y la dirigía nada menos que José Vasconcelos, el frustrado candidato presidencial del Partido Antireeleccionista de don Vito Alessio Robles.

Pero volvamos a Parras. A Natividad Rosales se le había ocurrido la idea de caricaturizar en teatro al líder totalitario de Alemania, Adolfo Hitler, siguiendo al gran Charles Chaplin que recién había filmado la película “El gran dictador” El guión escrito por José para su comedia “Hitler no vale un quinto”, era sencillo: perdida la guerra, Hitler huía de Alemania sin Eva Braun. Por azares metereológicos su avioneta cruzaría el cielo de Parras, pero sin gas-avión de reserva. Por no estrellarse con la aeronave, Hitler saltaba en paracaídas, y caía precisamente en la plaza del reloj, enfrente de la Parroquia de la Asunción, donde se estaban quemando los judas del sábado de gloria.

Confundido con un monigote, Hitler moría quemado. José haría el papel del gran dictador. Los estudiantes seríamos los extras. En la Academia Luisiana nos pasábamos la mitad de la tarde y toda la noche preparando la escenografía de cruces gamadas y retratos a crayón de Hitler, lo cual significó nuestra perdición.

El profesor Jesús Guerrero Valdés, inolvidable amigo, era un celosísimo secretario del Ayuntamiento. Un día fue informado sobre los pendones y mantas que se veían desde la calle en los altos del ex hotel Palacio y el profe Guerrero, que no quería bien a José, imaginó una conjura nazi perpetrada por José Natividad Rosales. Esa misma noche hubo redada y todos los que estábamos contratados para poner la obra fuimos a dar a la cárcel acusados de colusión política y traición a la Patria.

A las diez de la noche de ese día, todos proporcionamos nuestros generales en la Comandancia de Policía. ¡A ver, de aquí nadie se va si no declara en alemán!, gritaba el comandante de policía para probar nuestra conjura, pero ni borrachos podríamos, así que enredábamos la lengua para ladrar como Adenoid Hinkel, el personaje de la película de Charles Chaplin.

Todo el día siguiente estuvimos en la cárcel municipal hasta que en la noche nos pusieron en libertad. Un funcionario llegó de Saltillo para averiguar la seriedad de los sucesos y se desternilló de risa al saber la verdad.

Nosotros salimos de la cárcel tan fregateados como si hubiéramos pasado 20 años en prisión: ojerosos, insomnes, hambreados y maltratados por nuestros progenitores. José se hizo el desaparecido durante unos días, pero luego retornó a la actividad teatral con el martirologio de San Felipe de Jesús; pero esta historia la dejamos como tema de una futura columna.

Escrito en: José, gran, Hitler, noche

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