Por mandato constitucional, la organización de las elecciones es una función estatal que se realiza a través del INE y de los organismos públicos locales electorales. La autonomía y la independencia son dos de los principios rectores para garantizar la no injerencia de los gobiernos y de otros agentes externos. En su origen, el entonces IFE y el Tribunal Federal Electoral (1989) fueron la vía política, resuelta por los políticos, para acceder a la transición democrática en México.
Siguiendo las añejas recomendaciones de agencias internacionales (ONU, OEA, CAPEL, IFES), y recomendaciones recientes de la Comisión de Venecia -para evitar toda manipulación política-, así como de la Fundación Kofi Annan -para crear organismos con total independencia en la gestión-, el Estado mexicano optó por la creación de instituciones gerenciales electorales sólidas, con estructuras suficientes y presupuesto vasto para el cumplimiento de su encomienda.
Desde 1990, el IFE-INE ha organizado cinco elecciones presidenciales, 10 de la Cámara de Diputados y cinco de la de senadores. Se han recibido y contado más de 221 millones de votos presidenciales, se han instalado más de un millón 200 mil casillas, se han capacitado a más 12 millones de mexicanos. Esto ha sido pieza fundamental para garantizar el pluralismo en las Cámaras del Congreso, así como tres alternancias presidenciales.
Hablando de alternancias: Según datos del INE, en las últimas dos elecciones federales (2015 y 2018), hubo 343 alternancias de diputaciones federales (42.83%), 79 alternancias de senadurías (82.29%). En elecciones locales, de 2015 a 2019, hubo 23 alternancias en gubernaturas (63.89%); 760 alternancias en diputaciones (57.3%) y 2,302 alternancias en ayuntamientos (67.25%). El índice de nulidad de elecciones federales por parte del Tribunal Electoral es de 0.08%.
Transiciones pacíficas de gobiernos de partidos distintos a otros, reflejan la eficacia de nuestro sistema de organización de las elecciones. Todas las personas electas han tomado posesión de sus cargos en tiempo y forma, y las controversias suscitadas, se han dirimido por la vía del derecho. En otras palabras, hemos alcanzado la estabilidad política electoral.
Es cierto que existen áreas de oportunidad, espacios de mejora, y que debe haber mayores esfuerzos de eficiencia presupuestaria. Eso no se niega. Pero también es cierto, que en un momento crítico y de contingencia mundial, el INE y los OPLEs se enfrentarán a las elecciones, cuantitativa y cualitativamente, más complejas de nuestra historia reciente. Revisemos algunos números: en 2021 se renovarán 21,368 cargos (500 diputaciones federales; 15 gubernaturas; 30 congresos locales; 1,900 ayuntamientos y juntas municipales), con un padrón electoral que administrar de casi 95 millones; se instalarán cerca de 161 mil casillas en todo el país; se contratarán a más de 50 mil Capacitadores Asistentes; se implementarán esquemas sanitarios por la pandemia; se implementará el voto electrónico para las y los mexicanos residentes en el extranjero, entre muchos aspectos más.
Recientemente escuchamos un discurso que siembra desconfianza en el INE; un discurso que refresca los argumentos, hoy anacrónicos, del fraude electoral; un discurso que incluso pone en duda la legitimidad democrática de quien accedió al poder; un discurso que juega con fuego. Pero el problema es que no se sabe si solo es discurso, o es una estrategia. Lo que sí queda claro es que no lo podemos aceptar quienes, desde hace 50 años, le apostamos a la transición democrática en México.
Defender al INE es defender a la democracia mexicana. Es reconocer nuestra historia en donde ya quedó atrás el hiperpresidencialismo y el control de mando de las autonomías e independencias. La historia del México de hoy, sólo permite que al INE lo vigilemos las y los ciudadanos. La mayor prueba está el día en que nuestro INE nos da la oportunidad de depositar libremente la boleta en las urnas.
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