Editoriales

Espías, individuos y Estado

Jesús Silva

F estejamos los golpes al secreto como si fueran triunfos de la especie. Cada pieza de información que se le arrebata a alguien es celebrada como una victoria de tribu: una bestia ha sido atrapada para dar satisfacción a nuestra glotonería. Expuesta a la jauría, roemos, mordisqueamos, destazamos la imagen de quien ha sido exhibido. Se ha impuesto la idea de que tenemos el derecho de saberlo todo, de todo el mundo. Ante cualquier reparo se contesta de inmediato que quienes no están dispuestos a la revelación ocultan algo. Si nada lo incrimina, nada tiene que temer al ser expuesta su vida, sus palabras, sus acciones. Cuando el encuerado es una figura pública la defensa se vuelve imposible. Nos dicen que el costo de ser una figura pública es que su vida convierte en patrimonio colectivo. Todos tienen derecho a conocer los amoríos de la artista, los pleitos del galán, las conversaciones del político.

La práctica se ve ya con normalidad. Hemos llegado a la conclusión de que difundir los secretos de la vida personal corresponde al ejercicio normal del periodismo, un método válido de una profesión. El gremio celebra a quien difunde conversaciones como si se tratara de un gran hallazgo periodístico, un ejemplo de valentía. El público no repudia sino que, por el contrario, agradece la difusión de infidencias. Debe decirse que la rutina de la práctica no la hace menos aberrante. El delincuente que interfiere las comunicaciones de su enemigo (o de su aliado) encuentra en los medios la plataforma perfecta para hacer negocio o para golpear a un adversario. El negocio del espionaje tiene en la difusión mediática su complemento perfecto: la práctica de la extorsión encuentra ahí su alimento fundamental. Poco cuenta la ilegalidad de los escuchas y la ilegalidad de la divulgación. Nadie ha sido investigado ni castigado por la intervención de comunicaciones telefónicas. Así, se trata de una práctica sin castigo en la ley, sin sanción en la opinión pública, bienvenida en la práctica periodística y con buen precio en el mercado.

Frente al morboso apetito de lo público, la exigencia de privacidad parece muy menor. Que cedan los pudores de lo íntimo frente al apetito de conocer. Al tirar a la basura este compromiso con la privacía, olvidamos que la civilización—me atrevo a enfatizarlo con ese dramatismo—depende de un pequeño artefacto doméstico: las cortinas. No puede haber trato personal que prospere si no hay refugio para el secreto. La tela que bloquea la invasión del mirón es, por eso, el requisito para la formación de relaciones, para el establecimiento de vínculos de afecto. Reitero lo obvio: la transparencia es indispensable para que un gobierno democrático sea evaluado para recibir recompensas o castigos, pero la transparencia no puede ser elevada a categoría de valor único que niega cualquier otro.

Nadie pasaría la prueba de la publicitación súbita de todas sus acciones o de todas sus palabras. Milan Kundera ha retratado mejor que nadie la aberración de someter el trato privado al código de lo público. Los vínculos privados tienen un código específico, un lenguaje propio, reglas que no corresponden al estatuto público. Las bromas en un círculo pueden ser de mal gusto en otro; los chistes sin el contexto de las afinidades pueden resultar ofensivos fuera de ese grupo; las triviales tonterías del trato cotidiano pueden convertirse en manifiesto inadmisible cuando se les pasa por el altavoz.

La invasión no es solamente una amenaza al individuo y a lo que éste representa en el oxígeno de una cultura. La invasión pone en riesgo también al propio Estado. Es necesario tener en cuenta las responsabilidades de Estado y tomar nota de la vulnerabilidad del poder público frente a sus adversarios. ¿Quién escucha al gobierno federal? ¿Quién oye, quien graba las conversaciones del presidente de la República, de sus colaboradores más cercanos? ¿Quién acumula archivos sonoros de la clase política? Alguien podría decirme que eso es irrelevante, que lo grave es el espionaje político que sólo puede operar el gobierno, que el público se beneficiaría de la exhibición del trato de los altos funcionarios y del mismo jefe del Ejecutivo. Que ejerceríamos así nuestro derecho a conocer. Creo todo lo contrario. Que la voz del presidente de México en su diálogo con sus colaboradores, con sus amigos, con sus parientes sea captada por intereses empresariales o incluso delincuenciales puede significar un grado extremo de vulnerabilidad del Estado mexicano. El Secretario de Comunicaciones ha sido objeto de una abierta y grotesca extorsión. Lo mismo puede suceder dentro de poco con los jueces de la Suprema Corte de Justicia al tratar un asunto políticamente delicado; con los consejeros del órgano electoral, con los responsables de alentar la competencia, con el propio presidente de México.

Hace unas semanas nos enteramos de la seriedad con la que el equipo de transición en los Estados Unidos tomó las comunicaciones del presidente Obama. El adicto a la Blackberry vio en peligro el artefacto del que nunca se separa. Al parecer, no hay segundo en el que se desprenda de ese lazo con el mundo. Los requerimientos de seguridad nacional eran incompatibles con un aparato que podría ser intervenido con facilidad. A fin de cuentas, una complicada tecnología de protección le permitió conservar el juguete. Sea como sea, lo importante es la seriedad con la que deben tomarse los hilos de la comunicación del Presidente y su equipo cercano. Si el avión del Presidente no puede ser pilotado por novatos, si la seguridad física del Presidente es asunto de la máxima seriedad, lo es también la confiabilidad de sus comunicaciones. ¿Se han tomado las providencias necesarias para no exponer al gobierno federal al circo de las extorsiones?

Escrito en: práctica, sido, presidente, trato

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