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Ignacio Padilla, aquella última vez en Guanajuato

LETRAS DURANGUEÑAS

Ignacio Padilla, aquella última vez en Guanajuato

Ignacio Padilla, aquella última vez en Guanajuato

ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA

¿De qué hablamos la última vez? De Onetti, Rulfo, de los cervantistas Riquer y Rico…porque todo en Ignacio Padilla era vitalidad literaria, pasión intelectual. Platicábamos durante la cena de clausura del pasado Coloquio Cervantino Internacional de Guanajuato. Y bromeábamos, siempre en serio: llegarás a premio Cervantes, le decía yo. "Muy posiblemente -contestaba feliz-, casi todos los ganadores del galardón (menos Fuentes, claro) comienzan con "pe": Paz, Pitol, Pacheco, Poniatowska, del Paso. Padilla también". No se trataba solamente de palabras animadas por los whiskys y la música ambiental. Ignacio Padilla (1968) encarnaba al escritor mexicano más prometedor, muy por encima de Jorge Volpi o Xavier Velasco y muy lejos de David Toscana o Elmer Mendoza, por citar cuatro nombres representativos (para buscar un par en potencial imaginativo, hay que ir a Cristina Rivera Garza, dicho siempre según mi personal opinión). Su enorme talento creativo se encauzaba a través de una preparación asimismo excepcional, lo que le acarreó una veintena de premios nacionales e internacionales.

"Amphitryon"- la obra con la que obtuvo el Premio Primavera de Novela 2000- fue una magnífica carta de presentación. Me pareció, subrayo, la mejor prosa de ficción de la nueva oleada de narradores en México. El relato le daba vida a una serie de personajes que hacían de dobles en la época nazi. Una propuesta bien construida, apoyada en una estructura que evidenciaba los legados de la tradición novelística moderna, articulada en una escritura deudora asimismo de las más espléndidas letras europeas, sin dejar de lado las economías verbales de Borges o los despliegues episódicos a lo Vargas Llosa. Leamos una muestra:

"Desde lejos, la casa del general Thadeus Dreyer parecía un barrancón de prisioneros que los años hubieran transformado en un castillo de bruma, soberbio y negro entre las calles de Ginebra. Sus muros contrastaban dramáticamente con el resplandor vespertino de la nieve, y la luz que salía de sus ventanas superiores creaba la impresión de un felino gigantesco sorprendido en la penumbra por las linternas de una patrulla de reconocimiento. Mientras pagaba el taxi que me había conducido hasta allí, sentí que aquel edificio me vigilaba desde un instante remoto en el tiempo pero inmediato en ese rincón de la memoria donde nuestros actos inconclusos martillean con una insistencia que creíamos exclusiva del presente. De pronto, todo en aquella escena, la tapia derruida del jardín, la nieve a plomo sobre los tejados de la ciudad, ese ámbar del crepúsculo, que tanto se asemeja al amanecer, me resultó dolorosamente familiar."

Poco después tuve en las manos "El diablo y Cervantes", publicado por el FCE en el emblemático 20015. La investigación de Padilla lo presentaba, de hecho, entre las aportaciones más originales acerca del clásico español. El joven integrante de la llamada generación del "Crack" continuaba el camino que décadas antes habían recorrido sus maestros. Y lo situaba de la misma manera en un ámbito mucho más ancho: la de la infinita legión de enamorados de las inmortales páginas del Quijote. Imposible no sentir beneplácito por contar con un erudito cervantino entre nosotros, cuya cercanía fue un verdadero regalo académico y cultural. Desde la entrada a la obra de referencia ("Proemio. El manto de Hades. Las bodas del arte y Satanás"), se testimonia su voluntad por fundir la reflexión y la capacidad propiamente literaria, lo que le da un aire de lección en libertad:

"Hasta hace algunas guerras, Satanás fue el principal responsable de casi todos nuestros males y, cómo negarlo, de muchas de nuestras venturas. El escurridizo ángel caído se adjudicaba epidemias, promovía revueltas, comerciaba con lo trascendente y a menudo patrocinaba las artes. Si era invocado por escritores, favorecía la lucidez y la perdición; si por príncipes, dosificaba el poder terrenal; si por amantes, prometía la voluntad del ser amado. Pero todo tiene un límite: en las postrimerías del siglo XIX Lucifer comprendió al fin que su mayor destreza estaba en la invisibilidad. Desde entonces su poder es infinito, pues los hombres lo creemos inexistente".

El autor de los anteriores párrafos -parte de dos docenas de libros- murió en un accidente automovilístico la madrugada de sábado anterior. Qué palabras alcanzan para describir lo sucedido. Se nos aparece el recuerdo del poeta José Carlos Becerra, trágicamente fallecido también en una carretera, cuando del él tanto se esperaba (Octavio Paz en su momento elogió sus versos). Y pienso también en el drama de Job: ¿cómo explicar lo inexplicable? ¿Por qué pasa lo que nos parece injusto, absurdo, tan lamentable?

Varias veces conversé con Padilla, como ya dije. Lo saludamos incluso en Cartagena, Colombia, al amparo del Congreso Internacional de la Lengua Española. Trataba al grupo de durangueños con mucho afecto. Sabía que lo admirábamos y, sobre todo, que lo leíamos.

El año pasado lo presenté en Coloquio de Guanajuato. Se te pasó la mano, me advirtió sonriente. Al que se le pasó la mano fue a ti, con tanto premio, me defendí. Ya de plano se rio. Y en aquella última cenadel Museo Iconográfico -en una mesa compartida por mi esposa Maricarmen y otros tres cervantistas- se conmovió a fondo cuando le recordé una de las más bellas líneas de Rulfo: "El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche". Con una mezcla de nostalgia y de gratitud buscaré en unos días -la vida sigue con sus alegrías y tristezas-"Cervantes & Compañía" (2016), su reciente libro.

Permítanme cerrar, por el momento, estas breves memorias con la dedicatoria con la que me entregó el ensayo cervantino más arriba mencionado: "Para Óscar, amigo por culpa de los libros, y por tanto, entrañable".

Ignacio Padilla se fue con la lluvia del verano. Y yo no olvidaré su sentimiento profundo cuando repetía, iluminado por los relámpagos de la poesía: "…hinchadas de tanta noche".

Escrito en: letras durangueñas Padilla, tanto, Ignacio, última

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