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OPINIÓN

La desigualdad sí importa... y mucho

Urbe y orbe

La desigualdad sí importa... y mucho

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ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Los defensores del statu quo dicen que la desigualdad no es un problema. Hay quienes, dentro de esta postura, aseguran que el escollo principal del actual sistema mundial está en la pobreza y no en el hecho de que muy pocos tienen demasiado y demasiados tienen muy poco. Pero hay otros que, en la misma posición defensora del orden de las cosas, no sólo niegan que la desigualdad sea un problema, sino que, incluso, afirman que es positiva. Y esto lo dicen porque creen que, dentro de un modelo económico capitalista, la desigualdad económica fomenta una cultura del mérito. Sin embargo, para estar de acuerdo con esta aseveración tendríamos que obviar varias realidades incontrovertibles, a saber: que la movilidad social tiende a reducirse, que la riqueza generalmente se queda y concentra en las mismas familias o sectores durante más de una generación, que el clasismo muchas veces va acompañado de racismo y machismo y que existen estructuras de poder público que facilitan la acumulación de bienes materiales y monetarios en manos de quienes pueden influir en los actores políticos.

Y cuando hablan de desigualdad para decir que no es un problema, es común que se enfoquen en las distancias dentro de las sociedades de cada estado o, a lo mucho, hablen del fenómeno global desde una perspectiva individual. Muy rara vez se habla de la desigualdad como una realidad existente entre estados y mucho menos de la relación que hay entre las élites políticas y económicas de las potencias centrales y las élites de los países periféricos. Pero la desigualdad interestatal es tan importante como la de los individuos de una misma sociedad o de diversas sociedades. Esta distancia entre las capacidades materiales de los estados más desarrollados tiende a disfrazarse de atributos intangibles y hasta místicos que sólo justifican el discurso dominante del mérito de los ricos por encima de los pobres. Cultura, honestidad, democracia y educación suelen ser mencionadas como factores determinantes de la riqueza de las naciones por un segmento "moderado" de los apologistas del statu quo. Pero hay posiciones más extremas que no tienen empacho en esgrimir cuestiones de supuesta superioridad racial de ciertas sociedades para encabezar las listas de estados más poderosos o desarrollados. Es decir, racismo puro y duro.

Sin embargo, basta revisar la historia de las principales potencias de Occidente para percatarse de dónde viene su actual posición de privilegio. Buena parte de la riqueza de las naciones europeas se forjó a partir del despojo y la expoliación de extensos territorios bajo el dominio imperial y colonial desde el siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XX, cuando los grandes poderes globales chocaron como consecuencia de sus ambiciones hegemonistas. Estados Unidos no escapa de esta lógica: su poder se forjó durante el siglo XIX con la invasión por parte de los anglosajones de los territorios de pueblos aborígenes y otros países, como México. Durante el siglo XX, la lista de intervenciones de EUA en los cinco continentes es extensa y guarda el común denominador de incrementar su poder e influencia para construir una hegemonía global.

Los principales factores de desigualdad entre países son la capacidad económica del estado, la influencia política de su élite y el poder de fuego de sus fuerzas armadas. De la misma forma que el Imperio británico impuso a pueblos enteros su dominio en el siglo XIX gracias a su insuperable poder coercitivo y los recursos acumulados en sus conquistas, el Imperio estadounidense ha invadido países menos desarrollados y fomentado cambios de régimen gracias a su amplia maquinaria financiera, bélica e industrial. Pero esta fórmula está también presente en potencias revisionistas como Rusia y China, países que se han alineado en sus intereses para hacer frente a Occidente y ejercer una influencia excesiva en sus ámbitos regionales, además de contar con su propia historia de anexión de territorios.

La desigualdad interestatal se vincula con la desigualdad intraestatal en la medida en que las élites de las potencias del centro del sistema mundial influyen en las élites de los estados periféricos. En este punto, la estrategia romana de conquistar los corazones de los líderes de las sociedades sometidas a través de hacerlos parte de algunos privilegios, no ha perdido vigencia. Ambas desigualdades se afianzan entre sí: mientras las cúpulas de las potencias dictan a las cúpulas de las demás naciones las políticas a seguir en materia económica, éstas hacen el trabajo dentro de sus países para evitar que la relación centro-periferia se trastoque. Y es así que encontramos dentro de cada sociedad esquemas de desigualdades que, sumadas, nos llevan a vivir en un mundo en donde el 1 % de la población posee casi la mitad de la riqueza global, mientras más de la mitad de la población apenas alcanza el 1.3 % de la riqueza. El caso paradigmático de la desigualdad está en América, el continente más desigual del orbe, que es también el más violento y más corrupto. Las diferencias económicas encuentran consonancia con el nivel de privilegios que goza en general la población más blanca de cada país. Este esquema de desigualdades fue heredado del pasado colonial y se afianzó con las repúblicas criollas en cuyo seno se formaron nuevas élites políticas y económicas una vez alcanzada la independencia.

La desigualdad en América hace simbiosis con la inequidad de género; la discriminación clasista o racista; el acceso privilegiado de ciertos sectores a la justicia y la seguridad; la creación de leyes en beneficio de los que más tienen; la construcción de una narrativa cultural que justifica la desigualdad como producto de "la decisión personal" de cada individuo, y, en el caso de EUA, la concentración de armas en manos de hombres blancos. Los casos excepcionales de acenso de personas o empresas son altamente publicitados porque reafirman el mito de que, en la sociedad capitalista, "cualquiera" puede triunfar. Pero la creciente frustración y fractura social que genera la desigualdad desmienten el discurso. Y en la desigualdad económica podemos encontrar buena parte de la explicación de la irrupción de los populismos de derecha e izquierda, tal y como lo dice Carlos Elizondo Mayer-Serra en su libro Los de adelante corren mucho: "En un mundo de desigualdad creciente florecen las fáciles ofertas distributivas. Cuando se pierde la confianza en las élites, la democracia es susceptible a los demagogos (...). A esto le llamamos populismo (que) no es una ideología. Es una forma de llegar al poder, prometiendo soluciones fáciles a problemas difíciles, polarizando (más) a la sociedad, entendiendo cuáles son las fibras más sensibles de grupos electorales clave y explotándolas a su favor".

@Artgonzaga

Escrito en: Urbe y orbe desigualdad, Pero, potencias, siglo

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