La caída del orden occidental
La naturaleza del fracaso del modelo global occidental no es económica ni política, en primera instancia. Es primordialmente moral e intelectual, como lo afirma Pankaj Mishra en su artículo para El País, Gaza, Occidente no se entera de nada. Que Washington, Londres y Bruselas denuncien con vehemencia la invasión de Rusia a Ucrania mientras permiten a Israel desplegar una guerra de exterminio contra Palestina y Líbano es evidencia de ese fracaso moral e intelectual.
Pero es imposible no ver los límites implícitos en el orden internacional concebido por Occidente. Tras la descomunal tragedia colectiva que fue la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos lideró la creación de un nuevo mundo basado en el respeto de la soberanía nacional y la universalidad de los Derechos Humanos. Tras la caída del bloque comunista al final de la Guerra Fría, se sumaron a esas dos premisas la democracia liberal y el capitalismo como paradigmas de una globalización anunciada como el fin de la historia.
Hoy esos cuatro pilares se resquebrajan como producto de las contradicciones de Occidente y su incomprensión en su relación con el resto del mundo. El respeto a la soberanía nacional ha sido una aspiración fundamental para evitar la repetición de conflictos a gran escala. Sin embargo, su implementación ha estado plagada de limitaciones estructurales que evidencian las profundas contradicciones inherentes al sistema. Una de las principales limitaciones radica en la herencia colonial que persiste en muchas regiones del mundo.
Las potencias occidentales, aunque se presenten como garantes de la paz y la estabilidad global, han mantenido sus intereses estratégicos y económicos en excolonias, interviniendo directa o indirectamente cuando sus intereses se ven amenazados. Esta realidad choca con la idea misma de soberanía nacional, pues revela una jerarquía implícita: la soberanía plena parece reservada para las potencias occidentales, mientras que para el resto del mundo, es condicional.
Por otro lado, el desequilibrio en el Consejo de Seguridad de la ONU, donde cinco potencias tienen derecho de veto, perpetúa un sistema que favorece a los países más poderosos, creando una estructura global que tiende a paralizar las acciones colectivas en situaciones críticas.
La universalidad de los Derechos Humanos, aunque noble en su concepción, está profundamente limitada por la dependencia de los estados nacionales para su implementación y vigilancia. Los Derechos Humanos se han convertido en un campo de batalla de interpretaciones y aplicaciones selectivas.
El tratamiento diferenciado que dan los Estados nacionales a los migrantes es un ejemplo claro. Mientras que algunos fortalecen sus estructuras de asilo, recepción y adaptación de inmigrantes, cada vez más estados se dejan llevar por las agendas nacionalistas y xenófobas de partidos de extrema derecha que pasan por alto los Derechos Humanos de la población que se ve obligada a emigrar de sus países.
Además, el concepto mismo de "universalidad" ha sido cuestionado en la medida en que derechos individuales a menudo chocan con derechos colectivos o con las normativas culturales de algunas sociedades. El proyecto occidental de universalizar sus valores no ha considerado con seriedad las diferencias culturales y los sistemas de valores que no se alinean con la concepción liberal de derechos humanos, generando tensiones entre Occidente y países con tradiciones políticas o sociales diferentes.
La democracia liberal ha encontrado serias limitaciones al intentar imponerse como modelo universal. La falta de arraigo de este sistema en culturas con tradiciones distintas ha derivado en descontento y, en muchos casos, en el fortalecimiento de movimientos autoritarios o populistas que cuestionan la eficacia del modelo democrático tal y como lo concibe Occidente. Los intentos de "democratizar" naciones a través de intervenciones militares o presión internacional, como en Irak o Afganistán, han terminado fracasando, deslegitimando aún más este pilar.
Las contradicciones internas también son evidentes en las propias democracias liberales occidentales, donde la creciente desconexión entre una clase política elitista y un electorado diverso y polarizado está generando tensiones que ponen en jaque el sistema. La aparición de líderes populistas iliberales en el corazón de Occidente, como Donald Trump en Estados Unidos o los movimientos nacionalistas en Europa, es un claro indicio de que la democracia liberal no está garantizando la representación de los intereses populares. El ascenso de estas figuras pone de manifiesto una crisis interna del sistema democrático, donde los ciudadanos se sienten cada vez más desilusionados con un modelo que perciben como disfuncional y corrupto.
Finalmente, como pilar económico del orden internacional, el capitalismo globalista está mostrando sus limitaciones y contradicciones con una claridad inquietante. La premisa de un crecimiento económico constante y la expansión de los mercados globales ha chocado con los límites físicos del planeta y la resistencia cultural a mercantilizar todos los aspectos de la vida. Las crecientes desigualdades, exacerbadas por la concentración de la riqueza en una élite global, han expuesto la fragilidad del sistema. La pandemia de Covid-19 fue un recordatorio brutal de cómo este modelo económico deja a la mayoría de la población en condiciones de precariedad e incertidumbre, mientras los más ricos se benefician de crisis globales.
La contradicción más evidente del capitalismo globalista es su dependencia de la desigualdad para funcionar. La promesa de que los beneficios del crecimiento económico eventualmente se repartirán equitativamente ha resultado ser una falacia. Los propios sistemas que se suponía promoverían la prosperidad para todos, como el libre comercio y la desregulación financiera, han consolidado un orden en el que las ganancias se acumulan en manos de unos pocos, mientras la mayoría lucha por sobrevivir en un entorno cada vez más volátil. Esta contradicción está generando una resistencia global que se manifiesta en movimientos anticapitalistas, proteccionistas y ecologistas, que cuestionan la viabilidad del modelo económico occidental.
Como podemos ver, los pilares que sostuvieron el orden internacional occidental tras la Segunda Guerra Mundial muestran señales claras de agotamiento. No se trata de la necesidad de simples ajustes que deban hacerse en el sistema, sino de una crisis profunda de legitimidad y viabilidad. Occidente, en su afán por exportar su modelo al resto del mundo, subestimó las diferencias culturales, las limitaciones económicas y, sobre todo, las profundas contradicciones internas de su propio sistema. Mientras persista esta desconexión entre el discurso y la realidad, el desmoronamiento del orden internacional de corte occidental no hará más que precipitarse.
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