Nuestras culpas: la transición política que nunca ocurrió
En el año 2000, México vivió una alternancia que no terminó de cuajar en transición. Hubo avances: se construyeron instituciones, se perfeccionaron procedimientos, se ampliaron libertades. Pero la democracia nunca llegó a ser sólida, institucional, eficiente.
No hubo un cambio de régimen. A diferencia de lo que ocurrió en España, Chile o Sudáfrica, el viejo sistema no se reemplazó: se adaptó.
La primera alternancia perdió su bono democrático y pactó su cohabitación con el priismo que, astuto, se atrincheró en los estados y en el congreso. No fue, por tanto, lo que los académicos denominan una ruptura pactada. Fue un pacto de convivencia.
Eso explica por qué persistieron los vicios más nocivos que hoy seguimos padeciendo.
La tolerancia al crimen organizado. La indignante impunidad que consume a la justicia. El poder judicial, en lo federal, se profesionalizó, aunque persistieron lagunas de favoritismo, corrupción y parsimonia. En los estados, los tribunales son un desastre. Los penales están tomados hace años por el crimen. En 18 años, nadie emprendió la necesaria reforma.
México tiene un sistema de mercado, pero nunca fue de libre mercado. Los monopolios asfixian el desarrollo. Los grandes conglomerados estrangulan el desarrollo: en las telecomunicaciones, energía, televisión, en la banca, cemento, aeropuertos, producción de pan o masa, entre otros. En 18 años -24 en este caso- el sistema de agandalle económico de los ultra ricos se mantiene.
La corrupción fue, es y seguirá siendo un lastre que nadie se ha atrevido a tocar. Durante el foxismo, el pacto de convivencia permitió a los gobernadores despilfarrar y robar como nunca. Fox contó con un bono petrolero, de alrededor de 75 mil millones de dólares, que dilapidó.
La prolongación de la pobreza y la desigualdad fue el resultado de décadas de abandono de la población más necesitada. Después de la bancarrota nacional que despedazó a la clase media, los niveles de pobreza se dispararon hasta el 70% en 1995. Desde que se comenzó a medir de manera multidimensional en 2008, la pobreza bajó sólo marginalmente: de 44.4% (49.5 millones de personas) a 41.9% en 2018 (52.4 millones de personas).
Mientras tanto, la riqueza que se produjo se concentró, en gran medida, por las reformas pendientes mencionadas arriba más un régimen fiscal injusto. El 1% más rico de la población se queda con alrededor de un tercio de la riqueza nacional y el hombre más rico de México tiene una riqueza equivalente al de la mitad de las y los mexicanos.
Desde 1987 hasta el 2018, el salario mínimo se usó como ancla antiinflacionaria, los sindicatos se cooptaron y proliferaron figuras como el outsourcing que favorecía arrebatar a los trabajadores su seguridad social. Se llegó al grado que el 60% del trabajo era informal.
Las reformas que se pospusieron, el distanciamiento social, la arrogancia de la corrupción, la injusticia del abuso y la impunidad, incubaron la verdadera transición que hoy vivimos.
Y la verdadera transición que hoy padecemos es autoritaria: la débil democracia murió.
El apoyo social vasto que tiene el oficialismo habla de que la gente percibe un nuevo código de gobierno: en donde se les incluye, se les reparte, se les compra.
La política laboral -aumento de salarios, prohibición del outsourcing- más las transferencias de programas sociales y remesas, han traído un alivio económico y una suerte de restitución moral a millones.
La reforma judicial no resolverá nada: lo empeorará.
Las demás reformas, la que darían justicia social de a deveras, ni se mencionan.
¿Hubiera cambiado algo que, cuando pudimos, hubiéramos emprendido la renovación profunda del país?
Imposible saberlo. Pienso que sí. Mucho.
Pero no lo hicimos.
@fvazquezrig