
El milagro de la vida inesperada
Hay lugares en el mundo que la lógica manda que deberían estar vacíos. Pensemos en el desierto. Un inmenso paisaje de silencio y arena, donde el sol es un verdugo y el agua, un espejismo. Allí, toda vida parece un milagro o, mejor dicho, un acto de terquedad imposible.
Y, sin embargo, sucede.
Bajo la aparente esterilidad, las semillas duermen. No son cualesquier semillas; son cápsulas de tiempo diseñadas por la evolución para esperar. Pueden permanecer dormidas durante décadas, incluso siglos, aferradas a un único y frágil instinto: la posibilidad de un mañana. Aguardan la señal correcta, esa lluvia breve e inesperada que, contra todo pronóstico, llena la tierra. Entonces, en un despliegue de prisa silenciosa, nacen. Rompen su cascarón, echan raíces en lo árido y florecen en un estallido de color que desafía la lógica del paisaje. Y la vida, que parecía una idea absurda en aquel lugar, se manifiesta y lo hace con la mayor obstinación.
Esta resiliencia no es un atribulo exclusivo de los ecosistemas remotos como el desierto, sino también en la ciencia más atrevida: las células que se comunican en la oscuridad del útero para tejer un organismo complejo; el código genético que realiza un plan maestro con una exactitud que nos deja sin aliento; la capacidad de adaptación de un sistema naciente para superar adversidades tempranas.
Nuestra sociedad, sin embargo, educada en la inmediatez y en lo que puede tocar, pierde de vista la capacidad de leer estos susurros. Valoramos lo terminado, lo visible. Nos cuesta respetar la belleza de lo que está en proceso, de lo que es frágil, de lo que es pura promesa. Perdemos la fe en la lluvia que puede llegar, y en el milagro latente que aguarda bajo tierra.
El desierto nos da una lección de humildad y de asombro. Nos recuerda que lo que parece un final a menudo es solo un sueño. Que el potencial más valioso no es siempre el que se muestra ruidoso y se puede ver, sino el que espera en silencio, confiando en que, contra toda evidencia presente, el futuro guarda la posibilidad de un florecimiento.
Tal vez nuestro trabajo como seres humanos no es solo cuidar lo que ya es grande y fuerte, sino también proteger lo que está empezando, lo que es pequeño y vulnerable. Porque ahí, en esos comienzos, está el futuro.
La próxima vez que veas una semilla, o un brote pequeño, piensa en esto: dentro de esa fragilidad hay una fuerza increíble. La misma fuerza que hace que el desierto se llene de flores después de la lluvia.
Nuestra vida, como la de esas semillas, está llena de posibilidades. Solo necesita una oportunidad para florecer. Déjalo crecer y cuando florezca te dirá mamá.