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MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA

En cuarto lugar, dijo el presidente Calderón hace tres semanas, "se propone aumentar el número de votos necesarios para que un partido político conserve su registro y acceda al financiamiento público. Se pasaría del dos por ciento actual al cuatro por ciento, con el fin de garantizar una mayor representatividad social de los partidos políticos como entidades de interés público que reciben cuantiosos recursos del erario".

La propuesta no puede ser admitida o rechazada de plano, porque es al mismo tiempo plausible y objetable. Reformaría uno de los factores más eficaces en la redistribución del poder, que como se comprende fácilmente en un país en que prevaleció por largo tiempo un partido dominante casi único, ha sido asunto obligado en todo nuevo proyecto político nacional.

Dos peculiaridades ha adoptado el sistema mexicano de partidos. Por un lado, el de su registro ante la autoridad electoral. Hasta antes de 1946, como ocurre en el resto del mundo, era libre la formación de partidos y su función más evidente, la postulación de candidatos a cargos de elección. En cada contienda electoral, sobre todo las que incluían la sucesión presidencial, aparecían y desaparecían partidos y alianzas coyunturales. La ley de aquel año tendió a dar estabilidad a la competencia, por simulada que fuera, con partidos que mostraran su representatividad afiliando a un cierto número de ciudadanos. Eso facilitó al poder Ejecutivo, que presidía el órgano electoral a través del secretario de Gobernación, ejercer control sobre los partidos. Cuatro décadas más tarde completó esa función mediante el financiamiento público que en 1996 se convirtió en la segunda particularidad del mecanismo partidario, no porque sólo en México se entreguen recursos estatales a los partidos, sino porque su cuantía y la virtual exclusión del financiamiento privado le confieren tal particularidad que se aproxima a una mera operación mercantil.

Entre 1946 y 1979 obtuvieron registro tres partidos, añadidos a los que existían previamente a aquella primera fecha (el PRI y el PAN), no porque satisficieran el requisito de agrupar a determinado número de militantes (que nunca lo consiguieron) sino porque eran piezas indispensables de la escenografía democrática. Por eso el Popular (luego apellidado Socialista), el Auténtico de la Revolución Mexicana y el Nacionalista de México fueron parte de una simulación que culminó con la entrega de curules cuando obtuvieron más del uno y medio por ciento de la votación total nacional, fingimiento que se disfrazó de interpretación del espíritu que no de la letra de la ley. Para auspiciar la competencia, en 1977 se introdujo el registro condicionado como vía de acceso más viable a la liza electoral, y también se escogió el uno y medio por ciento como cuota a alcanzar para permanecer en la contienda. A pesar de que no era muy alta, no fueron pocos los partidos que aparecían y desaparecían de la escena, por no alcanzarla. Y lo mismo ocurrió cuando se la elevó a dos por ciento, donde ahora se halla y que la propuesta presidencial pretende duplicar.

Hay razones para hacerlo, pues no es conveniente para la salud social y la de las finanzas públicas que se entregue dinero gubernamental a agrupamientos insolventes, no sólo ética sino también socialmente, pues no consiguen representar a un número importante de ciudadanos. El Partido de la Sociedad Nacionalista se convirtió en ejemplo de cómo un proyecto político se revela como un desvergonzado mercenarismo. Si se piensa en los trescientos y tantos millones con que la familia Riojas se retiró a la vida privada se antoja aplaudir toda iniciativa, incluida esta de Calderón, que impida o al menos dificulte obtener el registro para hacer negocio.

Pero en sentido contrario es indeseable que haya menos partidos de los que sean necesarios para comprender en su amplitud el abanico de las concepciones y aspiraciones políticas de la sociedad. El principio que en este punto movió a la reforma política por antonomasia, la de 1977, la de López Portillo y Reyes Heroles sigue siendo válido: que sea la sociedad, que sean los votantes los que determinen cuántos partidos han de contender entre sí. Pero cuando se estableció esa tesis no se surtía a los partidos con prerrogativas y gajes tan abundantemente enojosos como los que privan hoy. En este momento el ya muy obeso monto del financiamiento público hace imposible que de él participe un número de partidos mayor que el vigente, porque la fatiga del erario se agudizaría. Por lo tanto, para conciliar representatividad y libertad de participación se requiere reducir la munificencia estatal, de modo que una cantidad mucho menor destinada al financiamiento público alcance para muchos más partidos (y candidatos sin partido, si prosperara otro de los puntos propuestos por Calderón). En la coyuntura actual, por lo demás, la reforma tendría destinatarios expresos, los dos partidos que el año pasado no llegaron al cuatro por ciento que se busca imponer como requisito mínimo. Se trata de Convergencia y de Nueva Alianza, que en julio pasado alcanzaron cada uno porcentajes (alrededor de 3.40 por ciento) que los proscribirían de estar vigente la reforma planteada por Calderón. Suprimirlos ahora significaría afectar la posición de dos políticos de distinta manera poderosos. Convergencia es parte del proyecto de Andrés Manuel López Obrador, mientras que el Panal lo es de Elba Ester Gordillo. ¿Para eso se propone duplicar la cuota?

Escrito en: partidos, financiamiento, registro, número

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