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¿Qué lenguaje les estamos enseñando a nuestros hijos?

PADRES E HIJOS

Ignacio Espinoza Godoy

Una de las principales armas para abrirse paso en la vida, sin duda, es la comunicación verbal, aquella que nos permite expresar lo que sentimos de forma oral, de viva voz. De esta herramienta dependerá que consigamos muchos de los objetivos que nos planteemos, desde una buena calificación en la escuela por haber desarrollado con excelencia un tema, el ansiado “¡Sí!” de la muchacha que tanto nos gustaba para novia, hasta un buen trabajo en la etapa de la entrevista.

En la actualidad, sin embargo, los padres de familia vemos con mucha tristeza que en un sinnúmero de hogares, las palabras altisonantes se han convertido en el léxico normal de ambos progenitores quienes, sin percatarse de ello, provocan que sus hijos adopten ese vocabulario a grado tal que lo trasladan a la escuela, para agredir a sus compañeros.

En este sentido, me viene a la mente una anécdota reciente cuando, mientras mi esposa e hijas aguardábamos en una fila para entrar al circo, escuchamos cómo una pequeña de alrededor de dos o tres años peleaba con otro niño a quien decía: “cállate, g...”, mientras la madre, aparentemente avergonzada, le tapaba la boca a su hija.

Esta expresión vertida por la pequeña seguramente la escuchó en su entorno familiar, quizá de alguno de sus padres –o tal vez de ambos-. Situación que sólo refleja que los niños aprenden lo que ven y escuchan en el hogar y el medio en el que se desenvuelven.

Antaño, en la casa de mis padres, la única “autorizada –por así decirlo- para proferir toda clase de palabras altisonantes era mi madre, pero sólo lo hacía cuando había justificación, ya sea por alguna travesura de mis hermanos o mía, o porque algo le molestaba o le había salido mal. A diferencia de mi padre, quien jamás utilizaba el “florido” léxico de mi mamá.

Sin embargo, a pesar de ello, había un profundo respeto entre los cuatro hermanos y nunca nos insultamos ni mucho menos pronunciábamos una “mala palabra” en el hogar, delante de nuestros padres porque, aparte, sabíamos que si lo hacíamos nos esperaba una buena “chancliza” o “cinturoniza” por parte de mi mamá, ya que mi papá –salvo una ocasión a mí- jamás nos puso la mano encima, por ningún motivo. En la actualidad, los tiempos y las circunstancias han cambiado radicalmente, aunque –pienso yo- para mal, pues ahora es muy común ver en muchos hogares cómo padres e hijos utilizan un léxico con un sinnúmero de palabras altisonantes y que lo vean como algo normal, natural.

Es más, en nuestros centros de trabajo también observamos cómo el vocabulario de palabras altisonantes es tan frecuente que ya hasta nos acostumbramos a escucharlo, incluso proviniendo de mujeres quienes se lucen con un amplio repertorio que envidiarían hasta en las cantinas.

No obstante, también hay que reconocerlo, se dan casos de mujeres muy respetables que cuidan lo que hablan y son un ejemplo por su forma de conducirse hacia sus compañeros de trabajo y en general hacia los demás.

En lo personal, yo cuido mucho mi forma de expresarme, aunque eso no quiere decir que de vez en cuando suelte una que otra “palabrota” pero, eso sí, jamas delante de una mujer ni, mucho menos de mis hijas, pues siento que es una terrible falta de respeto, aunque muchas féminas superan a los hombres en este renglón.

Además, en este aspecto, mi esposa comparte conmigo esta regla no escrita de nuestro hogar ya que ella tampoco acostumbra expresarse con palabras altisonantes. Es más, éste es un rasgo propio de su personalidad y que admiro mucho de ella porque jamás ha perdido el estilo al cuidar su léxico, simplemente porque así es su forma de ser.

En este contexto, no se trata de criticar a quienes recurren constantemente a las “palabrotas”, pues en ocasiones, y en determinado momento, se justifican, siempre y cuando no se utilicen para humillar, denigrar u ofender a otra persona.

Si pretendemos que nuestros hijos crezcan en un ambiente sano y se expresen prescindiendo de palabras que agreden y lastiman, no hay mejor estrategia que predicar con el ejemplo pues de nada serviría establecer reglas y prohibiciones en el hogar si los padres somos los primeros en violar y romper esas normas a cada momento. El principio de la congruencia, es decir, la concordancia entre el decir y el hacer, cobra más vigencia que nunca, porque sólo se puede exigir el cumplimiento de una orden o norma si se posee la autoridad moral para respaldar éstas.

Para que nuestros hijos estén libres del uso de un vocabulario que lesiona a los demás, tenemos la misión de enseñarles que el lenguaje se debe utilizar con responsabilidad, no como arma o instrumento para insultar.

También, debemos apercibirlos de que por el hecho de que sus amigos y compañeros de la escuela se expresan con palabras altisonantes, no están obligados a seguir su ejemplo para ser aceptados o no ser excluidos, pues los amigos se aceptan como son, independientemente de cómo hablen.

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