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De Política y Cosas Peores

CATÓN

 S U alma fue leve. Su cuerpo, quebrantado desde temprano por las dolencias físicas, seguía, remolón y claudicante en ocasiones, a ese espíritu aventurero que buscaba la lejanía y las alturas. Lo conocí poco. Lo conocí mucho. Quiero decir que tuve escaso trato personal con él, pero al leerlo pude entrar en su casa, que él decía de píedra y flores, pero que en verdad era de cristal, por esa clara transparencia suya que dejaba ver sin doblez ni opacidades lo que él era y lo que no era él. Lo miré por primera vez en la televisión. Tenía gracia y gracejo; su aparente frivolidad evitaba que su saber se mostrara como pedantería. No me perdía yo sus participaciones, pues tantas cosas encontraba en ellas. Poco antes de la aparición del periódico REFORMA, Ramón Alberto Garza me pidió mi opinión acerca de quién debía hacerse cargo de una columna diaria que trataría acerca de la vida cotidiana en la Ciudad de México. Sin dudar le sugerí dos nombres: uno era el de Ricardo Garibay; el otro el de aquel amigo mío a quien jamás había visto sino en la pantalla del televisor. Fue él quien escribió esa cotidiana sección. Pasaron dos, tres años. Un día me sorprendí al ver mi nombre en su columna. Decía él que alguna vez, en reunión de periodistas, se había expresado de mí desfavorablemente. Ahora, sin embargo, se disculpaba conmigo, y me pedía que comprendiera sus "celos de chilango". Añadía que la lectura de mis textos, y el afecto que me mostraban los lectores, le habían dado a conocer su error. Así supe de su carácter generoso, ajeno a toda envidia y toda mezquindad. Tiempo después, en un aniversario de REFORMA, me encontré por primera vez con él en forma personal. No olvidaré el abrazo que me dio; sentí que en sus brazos estaba también su corazón. Luego nos topamos varias veces por los caminos de la juglaría. En Cerralvo, Nuevo León, la persona que nos iba a presentar me pidió autorización para hablarme de tú en el escenario. "A mi de vos" -lo instruyó él. En otra ocasión lo vi entre el público en una de mis conferencias. Destaqué su presencia, y el público lo aplaudió sonoramente. Se puso en pie para dar gracias, y con amplio ademán me lanzó un beso que hizo que la gente riera. Coincidimos alguna vez en otra parte, y le conté de un cierto profesor de colegio religioso que hacía tocamientos a los niños, y al ponerles la mano "ahí" les preguntaba: "¿Cómo está su almita?". Le dije que crecí con la noción de que el alma radicaba en la entrepierna. Cuando regresamos a la Capital, y nos disponíamos a bajar del avión, me dijo él: "Catón: cuida tu alma". Un sacerdote anciano que iba cerca escuchó aquello, se volvió a nosotros y comentó muy serio: "Qué buen consejo, hijo; qué buen consejo". Ahora él ya no está entre nosotros, pero está con nosotros. En nuestra memoria vivirá, porque nos lo sabemos de memoria. Vive en sus hijos, el más grande amor de esa vida que tuvo tanto amor. Supo él de la canción; percibió el misterio de la mujer; disfrutó el pan y el vino; cultivó como un arte la amistad. Fue por el mundo con la sonrisa alegre del que no lleva sobre sí la carga de alguna oscura culpa, de algún remordimiento o frustración. Por eso mereció el bien supremo de hacer el bien a los demás, de alegrar con su vida la del prójimo. Sobre su féretro fue puesta la bandera de un equipo de futbol. Seguramente a él eso le gustó, pues rehuía la solemnidad. Yo, sin embargo, habría preferido que en ese lienzo hubiese estado el escudo de la Universidad. Él sabía convertir lo culto en popular, y lo popular en culto. "Por mi raza hablará el espíritu", dice el lema universitario. En su voz, y en la del pueblo, esa "raza" habríamos sido nosotros, su raza, la gente común. Por nosotros habló su espíritu, travieso y profundo al mismo tiempo. Su recuerdo no tendrá nunca olvido. Germán: hasta la vista... FIN.

Escrito en: vida, alguna, pidió, embargo,

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