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CIUDAD DE LAS ARTES

Fernando Andrade Cancino

Educación artística y comunicación de masas

Por educación artística se entendió, hasta finales de la década de los sesenta del siglo XX, y desde el siglo XVIII, tres cosas: formar artistas capaces de concebir y realizar obras de arte; formar artesanos dotados de aptitudes artísticas, capaces de concebir y realizar bellos objetos de uso y elevar el gusto popular a través de la promoción en amplios sectores de público, del interés y comprensión de las obras de arte del pasado y del presente, posibilitando una correcta valoración y juicio sobre éstas.

Para alcanzar tales objetivos nuestra cultura creó: las Academias de Bellas Artes, las Escuelas de Artes y Oficios y los Museos de Arte, cuya actividad entró en crisis luego de un período de relativa eficiencia, debido a la influencia de las corrientes artísticas modernas y a su acción desmitificadora que desmanteló, en tan sólo tres décadas, todos los tabúes, ritos e imágenes estereotipadas elaboradas desde el siglo XIV; la decadencia de la artesanía, como consecuencia del desarrollo industrial, y la necesidad de formar diseñadores profesionales; el divorcio entre el arte de los museos y el de la calle, entre el gusto de unos pocos y el de las masas, y la incapacidad de la estética y de la crítica de arte para servirse de métodos científicos que podrían ayudar a tratar los fenómenos que estudian. Nuevas instituciones como el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, las Casas de Cultura o los Institutos Estatales y Municipales para el Arte y la Cultura sólo han sido fuentes de empleo temporal de una burocracia poco sensible para promover las nuevas expresiones artísticas y manifestaciones culturales que la comunidad ha creado.

La crisis de la educación artística no puede ser resuelta suprimiendo las instituciones, pero tampoco limitándose a modernizar el aparato burocrático, abriendo puertas al “performance”, a las “instalaciones”, al video o al rock. La crisis es de estructura y no solamente de orientación. Hoy la educación artística tiende a convertirse en el último refugio -con la excepción de algunas escuelas de diseño- del pensamiento precientífico, esa “tierra de nadie” en la que todo está permitido, salvo formular enunciados lógicos y empíricamente demostrables. En escuelas e institutos se celebra la expresión “en estado puro”, y se ensalzan los poderes mediadores del artista que capta las esencias, al que se les financian egocéntricos catálogos de obra. Del academicismo de la “Belleza”, según el cual el arte sólo tenía que ser un testimonio de armonía, gusto y refinamiento, se pasa al academicismo de lo “irracional”.

Pero el cambio interesa a muy pocos. El hombre de la calle se ocupa de otras cosas. Sus necesidades estéticas, emotivas y reflexivas se satisfacen con las infinitas variedades y modalidades de la comunicación de masas: revistas y semanarios ilustrados, comics, novelas (policiacas, sentimentales o de ciencia-ficción), crónicas de princesas infelices y de hombres públicos felices, de narcos imprudentes y de cortesanos prudentes, ofrecidas en la radio, TV y cine (con su repertorio de héroes y heroínas del sexo, poder y sadismo); anuncios luminosos, automóviles último modelo y cocinetas de ensueño. La comunicación de masas ha sido un “mecanismo de control social” (T.W. Adorno) con propósitos ajenos a la comunicación. Sin embargo, en sus tejidos ocultos se halla el germen de una cultura popular de nuevo tipo. La educación artística deberá utilizar los recursos científicos y tecnológicos de nuestra civilización, porque sin su ayuda, ninguna solución es posible.

Durango, Dgo., 22 de junio de 2003.

Escrito en: artística, educación, arte, comunicación

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