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TE ESCRIBÍ UNA CARTA Y NO ME CONTESTASTE MISTERIOS DE LA VIDA DIARIA ATENEA CRUZ

TE ESCRIBÍ UNA CARTA Y NO ME CONTESTASTE MISTERIOS DE LA VIDA DIARIA ATENEA CRUZ

TE ESCRIBÍ UNA CARTA Y NO ME CONTESTASTE MISTERIOS DE LA VIDA DIARIA ATENEA CRUZ

A mediados de la década de los 70 del siglo pasado, Jorge Ibargüengoitia exponía la costumbre de escribir cartas como un arte que estaba cayendo en desuso. Además de los avances en el terreno de los medios de comunicación, este declive se debía, en buena medida, a la ineficacia del servicio postal mexicano. Cuarenta años después cabe preguntarse cómo es posible que el sistema de correos de nuestro país haya sobrevivido a una debacle desde entonces inminente, sobre todo si tomamos en cuenta una realidad tristísima: hoy en día ya nadie escribe cartas. Esta incógnita -que habrá mantenido en vela a más de un obsesivo- tuve la oportunidad de despejarla hace unos meses, cuando por casualidad leí un artículo acerca de que son empresas privadas casi en su totalidad (instituciones bancarias y de cobranza, principalmente) las que hacen uso de este servicio, sólo para enviar recibos, estados de cuenta y citatorios.

Desde que era pequeña he sentido una fuerte fascinación por la palabra escrita, tan es así que nunca logré acostumbrarme a escribir mis textos directo en la computadora. Desde los poemas más breves hasta mi novela, pasando por cuentos, apuntes y recetas, todas mis ideas germinan sobre papel, con lápiz del número 2. No sé si sea a causa de prejuicios o supersticiones, pero lo cierto es que mis textos que no fueron aterrizados primero en papel suelen ser bodrios que, tarde o temprano, terminan en el bote de basura. Por ello creo que no debería sorprenderle a la gente mi pasión por el correo escrito.

Las primeras cartas y postales que recibí fueron de parte de mis parientes: una tía -a la que conocía muy poco- que se había ido a vivir al extranjero, un par de primas y mi madre. Recuerdo con claridad haber acompañado a mi madre en incontables ocasiones a enviar cartas y paquetes a mis abuelos. Como nuestro servicio postal, independientemente del pésimo servicio que ofrece, siempre ha emitido bonitas colecciones de estampillas, durante un buen tiempo obligué a mi progenitora y a mi abuelo a que me compraran planillas que coleccionaba en un álbum de fotos; puedo evocar con gran cariño la serie de ídolos de la época dorada del cine mexicano, con galanes como Pedro Armendáriz y Pedro Infante. También me acuerdo de la serie de los pinos mexicanos: más de 150 aburridos timbres gris-verdoso que exhibían las peculiaridades de las coníferas del país.

Más tarde, en los albores de la década de los 90, cuando las personas todavía tenían un poco de confianza al momento de compartir sus datos personales con el prójimo, de una de mis historietas de Archie (o una revista para adolescentes, no estoy segura) elegí el nombre de un chico nativo del D. F., y nos hicimos amigos por correspondencia. Sin conocernos jamás en persona, intercambiamos fotografías, nos mandamos sendos regalos de cumpleaños e incluso llegamos a hablar por teléfono. A juzgar por sus respuestas -que aún conservo-, parece ser que estábamos enamorados. Por desgracia, como ciertas cosas bellas, no duró. Luego de esa breve etapa, hubo un prolongado vacío postal en mi vida.

Cuando me fui a vivir a Zacatecas, la distancia fue el pretexto idóneo para retomar mi anticuada costumbre. Convencida de que las personas allegadas a mí verían el correo como un vehículo de comunicación óptimo, contraté un apartado postal en la oficina del centro histórico (para los que no lo sepan, el apartado postal es una especie de cajita fuerte en la pared de las oficinas de correos. A cambio de una determinada suma monetaria, obtienes la llave durante un año; los carteros depositan en ella la correspondencia, que uno mismo puede recoger cuando disponga de tiempo y ganas). Fueron 250 pesos tirados a la basura: en el transcurso de 2005 sólo recibí dos cartas.

Poco después, mientras le platicaba mi amarga experiencia, un querido amigo que recién se había mudado al D.F. encontró esta práctica muy divertida y convenimos escribirnos por lo menos una vez al mes. Como él es un creativo ilustrador y diseñador gráfico, sus cartas eran una mezcla sui generis de texto y dibujos, algunas incluso pueden considerarse piezas de colección. Por desgracia, su trabajo y mi desidia le dieron al traste a nuestra correspondencia porque, como es justo y lógico, él no me escribía hasta que yo mandase la respectiva respuesta. Y yo, que en aquel entonces iba a dos licenciaturas diferentes, tardaba mucho en contestar. Pero de todo aprende uno, en especial de las experiencias amargas. Así que me propuse no volver a cometer el error de la indolencia.

Actualmente me enorgullece tener más de seis amigos, desperdigados a lo largo y ancho del país, con los que me carteo de forma regular. No exagero cuando afirmo que nuestra amistad se ha visto fortalecida por el gran obstáculo que representa el servicio postal mexicano, tan dado a extraviar cartas, equivocar direcciones y retrasar los paquetes. A esto hay que sumarle la rapiña que he sufrido por parte de vecinos, quienes parecen desconocer el artículo constitucional que señala como delito -castigado hasta con tres años de prisión- abrir y/o robar la correspondencia ajena.

Mandar cartas en este país es un acto de fe que exige mucha voluntad y un espíritu inquebrantable ante la desgracia. En mi experiencia personal, el principal enemigo del correo postal es la pereza: a diferencia del correo electrónico, ya no digamos los mensajes de texto, escribir una carta demanda paciencia, dedicación y cariño (además de buena ortografía, por supuesto). Es bien sabido que los procesos cognitivos que la mente humana lleva a cabo al escribir son complejos y maravillosos: la forma en que se ordenan e hilan las ideas, el cuidado del lenguaje difiere sustancialmente del lenguaje hablado. Esto sin dejar de lado la intimidad que a la que nos invita la caligrafía tan particular de cada persona, el olor de la tinta. El papel, además, tiene algo de formalidad que nos conmina a plasmar pensamientos, sino trascendentes, cuando menos memorables.

En esta época de memorias virtuales que pueden borrarse en cuestión de segundos, nada como una carta para estrechar los lazos y guardar un pedacito de la persona que dedicó una fracción de su vida para obsequiarnos con palabras que trasciendan la fugaz exhalación de aliento.

Twitter: @ateneacruz

Escrito en: postal, cartas, correo, servicio

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