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La lluvia siempre trae algo

LETRAS DURANGUEÑAS

La lluvia siempre trae algo

La lluvia siempre trae algo

Everardo Ramírez Puentes

Afuera se desplomaba el cielo. Negros nubarrones descargaban su furia líquida contra los techos frágiles de las casas arracimadas alrededor del viejo álamo, coronado por viejos zopilotes que se resguardaban de la tormenta. Cornelio, mirando el cristal nublado de la ventana veía de reojo a su hijo que mostraba signos de cansancio, montados sobre unas ojeras negras que reclamaban milenios de sueño.

No debiste de haber ido. Te lo dije.

El hijo se levantó de la silla y se sirvió una taza de café.

Te dije que en el otro lado no se recogían los dólares con palas, que el trabajo era duro y que te ibas a olvidar de nosotros.

Bueno, papá, pero qué remedio hay.

No hay remedio. Pero las cosas ya no serán igual.

Sí, sí, claro; ya nada será igual. Eso lo sé.

Eso de dejarme toda la responsabilidad a mí no fue bueno. Ya ves lo que pasó.

Pero...a quién más se la podía dejar. Mi mamá ya estaba ciega. Yo ya estoy viejo, hijo. Casi no veo y las reumas me matan cada vez que llegan las lluvias.

El viento arreciaba y los truenos violentos hacían crujir el tronco de los árboles a lo largo del río. Las aguas turbias, arrastraban ramas y animales muertos. Los peces desesperados boqueaban tratando de evitar el golpe de las corrientes. Todo el paisaje se sumió en un murmullo intenso de miles de escarabajos frotando sus alas. El agua penetró hastalas últimas raíces de los fresnos.

Pero por qué no me mandaste decir lo que pasaba.

Y cómo le iba a hacer, si nunca supe dónde estabas.

Bueno, había manera de que lo supieras, hay gente de aquí que me conocía.

Bueno sí, pero tú sabes que casi nunca salgo de la casa.

Y ahora ¿Qué hago? Resulta que no tengo nada. Que lo perdí todo.

No todo, hijo, aún tienes algo.

¿Qué?

El recuerdo y los remordimientos.

Pero eso no sirve para nada, más que para sufrir.

Es cierto, pero tú te lo buscaste.

No es cierto, lo único que yo quería era ya no ser pobre ni andar tras las cagarrutas de las chivas.

Y qué querías, ¿haber sido hijo de ricos?

Claro que no, pero al menos tener para vivir bien, eso fue lo que me llevó al otro lado.

Lo malo fue que nunca nos mandaste nada, ni a mí ni a tu madre, que en Dios esté.

Es que apenas sacaba para comer. Usted sabe lo difícil que es andar de perra flaca.

No es cierto. Los que te vieron por allá me dijeron que todo te lo tragabas en cerveza y que no salías de las cantinas.

Bueno, a veces la diversión es necesaria. Tú nunca me diste ni para un marro de sotol.

Pues allá tú. Lo cierto es que tu bendita madre murió de diabetes. Pensó en ti antes de cerrar los ojos.

Cómo, ¿de diabetes?

Sí, primero perdió un dedo porque se enterró una espina de biznaga, después perdió el pie entero.

Pero me hubieras avisado, les hubiera mandado dinero para el médico

Ni a tu esposa le manadabas, contimás a nosotros.

Y luego que pasó.

Después a tu madre le dio por sentarse en una silla de tule todo el día y ya no se levantó más, aunque en su cabeza se formara un panal de moscas.

¿Por qué hacía eso?

Pues porque ya había perdido las dos piernas.

Ni una carta me mandaste para avisarme.

¿A cuál dirección? Y aparte pa qué, si no ibas a mandar nada.

Papá usted sabe que uno anda en lo propio.

Pero no para desaparecer, ingrato.

La viad no es fácil. Casi siempre es como una vieja que espera que te duermas para darte un guamazo. Yo solo quise ser un buen hijo.

Tan bueno que te olvidaste de nosotros. Tu madre que en gloria esté se fue en una caja de cartón. El viejo Apolinar me ayudó a enredarla en sábanas para que no tuviera frío.

Un rayo partió una vieja palmera y quebró los vidrios de todas las ventanas. Los zopilotes asustados aletearon sobre los álamos con sus pesadas alas ojadas. Por las calles pasaban los hombres vencidos por el cansancio, venían de las canteras donde pasaban todo el día con el marro entre las manos. La lluvia seguía con su terca voz desparramando el barro por las calles.

Un día ya no quiso comer, dijo que ya no aguantaba más.

Aguantar qué.

Soñarte todas las noches, como cuando eras niño.

Pobre de mi madre.

Pobre de mí, ella ya descansa bajo la tierra con sus padres. Pobre de mí, tendré que aguantar al hombre que nunca ha logrado ser.

A mí usted no me aguantará más, ya me voy.

Sí, está bien que te vayas, pero antes dime ¿qué hacemos con ellos?

Ah, ellos, bueno, tíralos por allí, que se los coman los perros.

Pero yo solo no puedo. Deberías ayudarme antes de irte.

No padre, yo ya me voy.

A dónde, no hay lugar donde más valgas.

Tengo el mundo completo. Para donde apunten las patas.

¿Pero yo qué hago con ellos?

Tíralos ya te dije, que te ayude el viejo Apolinar.

Mételos en unos costales y échalos al río, que se los coman las tortugas.

Ora sí tíralos; pero cuando te fuiste con ella ni te acordaste de nosotros.

Es que yo pensé que era buena.

Sí, tan buena que apenas te vio atravesar el monte se fue con el Matías.

y ¿qué hiciste?

Sufrir, hijo, sufrir. Fuimos la burla de todos y casi todos los días nos arrojaban cuernos de vaca en la puerta de la casa.

Bueno, pero después...

Pues acabada tu madre de puro sentimiento, yo me la psé cuidando a los animalitos y afilando una horquilla por si algún día fuera a necesitarla y la necesité. Aparte yo sabía que tú no tenías valor.

¿Y cómo pasó todo?

Pues como han de pasar las cosas. Los encontré a los dos revoltiándose como animales en la rastrojera. No les di tiempo, solo empujé la horquilla en los dos cuerpos. La horquilla estaba bien filosa, porque creo que el niño que ella traía en la panza comenzó a llorar.

Pero por qué la mataste a ella. Hubieras nada más matado a Matías. No pensaste en mí, como siempre.

No, no pensé en ti, pensé en tu madrecita ya bien muerta cubierta con sus sábanas, en su caja de cartón.

Qué malo fuiste.

No hijo, no fui malo. Sólo decidí ser menos bueno.

y ahora ¿qué hacemos?

Me lo dices a mí, a tu viejo padre. Yo ya hice mucho. Adentro están los dos.

La lluvia abría grietas en el suelo. Se miraron a los ojos compadecidos. Solo había unas horas para terminar el trabajo. Él terminó su café y su padre enjugó unas lágrimas con el antebrazo. El bostezo de la madrugada le había hecho recordar a su esposa remojada en la caja de cartón. (Del libro "Las moscas llegan en el verano", CONACULTA, ICED, 201.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS nunca, madre, viejo, pensé

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