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Estrellitas enterradas

LETRAS DURANGUEÑAS

Estrellitas enterradas

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FCO. JAVIER GUERRERO GÓMEZ

Fresnillo, Zacatecas era un pueblo donde el silbato de la mina decía que era hora de hacer tal o cual cosa, así como trabajar, ir a la escuela, dormir y despertar. La "luna hiena" se detenía un poco a mitad de la gran hendidura del cerro, por lo que aprovechaban los gambusinos para robar las piedras que solamente ellos sabían dónde escondían la plata.

Aún no sé por qué siempre en la niñez, los tiempos los probamos a paso lento, lo cierto es que tantos pensamientos nos llevan a la alegría de ser niño. Al arraigo completo en el binomio familia-hijo, luego la escuela, el encuentro con los compañeros que éramos como una nueva familia en que el maestro era el guía y no habría jamás alguien más sabio que él. Tantos recuerdos quedaron aún en las noches del sueño, sin edades ni medidas de tiempo, nada más las malas acciones, a veces rondan por la conciencia y nos reviven los momentos en que fallamos.

Pero el momento de hacer la maldad, la travesura o la desobediencia así como si fuera un chispazo que nos hace ser los investigadores, los soldados, hasta el muchacho de la película, no hay mañana, es el momento decisivo que no pasa desapercibido para los mayores, quienes con su dedo acusador nos harán sentir doblemente el precio de la aventura. Como aquella vez que falté a clases sin permiso de nadie, solo por el sentir que algo nos impulsa y no hay manera de zafarse. En el delirio de escalar montañas.

Me levanté como siempre con la modorra en la cabeza. El olor exquisito del almuerzo salía de la cocina. Mamá nos esperaba con gran amor. Con el agua fría del pozo me lavé la cara dejándola escurrir por la cabellera adornada de liendres. Llegaba las 8.30 a.m., el tiempo exacto para ir a la escuela. No había pasado ni dos cuadras cuando me encontré al Pérez y su palomilla, quienes me invitaron a irnos de pinta.

El Fresnillo de antes, sus calles empedradas, y las casas de un solo piso, donde las puertas abiertas dejaban ver un zaguán con un mundo de macetas todas verdes con flores que despertaban al nuevo día. La tienda de la esquina con sus anuncios que decían de la brillantina "Glostora", pomada de "La campana", Los almanaques de Jesús Helguera, El "Hoy no se fía, mañana sí". Las señoras pidiendo un dedo de manteca. El tendero con su mandil blanco y las mangas arremangadas acomodando en su vitrina el pan caliente que le dejó el repartidor de su gran canasto. Pasamos por la iglesia del Sagrado Corazón, con sus torres de cantera rosa, una igual a la otra, donde el viejito campanero anunciaba las nueve de la mañana, hora de entrada en las escuelas. Llegamos a la calera, se jugaba al beisbol y dejaba ver la panorámica con la silueta majestuosa del cerro de Proaño, donde el tiro de Saraos recibía a los mineros, que a pie o en bicicleta hacían un hormiguero humano.

Al fin llegamos a los jales esa colinas de desechos de la mina que formaban un cerro en cuya cumbre quedaba un inmenso desierto de arena, que el sol hacia brillar como si estuvieran enterradas las estrellas.

Te vas a hundir en el pantano, salte antes de que te tape, dijo el Pérez, preparando un terrón comenzó a bombardearme, aprovechando que no podía correr con los pies atascados. Esquivaba los terronazos a puro cabeceo, algunos hacían explosión en el cuerpo arrojando jal por todos lados. Los demás compañeros se reían de mi inutilidad, recordando que hacía apenas unos momentos los había derrotado en subir a los mezquites para comerme los más maduros y dulces. Los ojos se me llenaron de polvo y las lágrimas me traicionaron, a lo lejos distinguí la figura de un minero que con la pala al hombro nos gritaba puras malas palabras, Sálganse de allí muchachos ca…, se van a ahogar en el jal líquido. ¡Órale a la fregada! Es un mariguano, dijo Fidel con la voz temblorosa por el miedo. Entonces si salí corriendo, ya no me pesaron los pies y los ojos arenosos se lavaron más con el temor que con las lágrimas. La cima de los montones de jal era tan alta como nuestro miedo. El José Ángel bajó rodando, rozándose todo el cuerpo, hasta que un altero de lama lo paró. Del mariguano sólo quedaba una figurita allá en la cumbre, el prieto se le enfrentó mentándole la madre, pero como si rezara, yo creo que no le tocó ni siquiera una che… Debajo de los jales había un recodo de la vía que lleva el metal y se formaba un como estanque de agua que llamábamos el charquito, lleno de tepocates, pero para nosotros era como una alberca, ni tardos ni perezosos nos desnudamos y en un chico rato ya estábamos todos cenizos por el agua y el sol. Cansados enfilamos para el pueblo arrastrando los pies, con una sed que nos hacía relamernos los labios partidos, por el deseo de un vaso de agua. En las primeras casas, nos renacieron las fuerzas y la agilidad, todos corrimos al barrio al grito de ¡Vieja el último!

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS gran, todos, agua, compañeros

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