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El dilema de las palabras

Salvador Barros

Nietzsche, un filósofo radical y original como pocos, es el profeta del superhombre. El problema es que los intentos de crear un hombre nuevo han generado casos como el de Hitler, Stalin, Mao y Pol Pot

La mayoría de los filósofos se contenta con explicar aspectos parciales del hombre y del mundo, siempre a partir de su propia tradición cultural. Sólo algunos gigantes del pensamiento han osado alejarse de las pautas culturales de su civilización y plantear una refundación de la filosofía, hacer tabla rasa de la tradición heredada y construir un modelo alternativo una vez efectuada la demolición de todo lo anterior. Francis Bacon, Galileo Galilei, Freud, Darwin y Marx pertenecen al reducido número de pensadores que rechazaron la tradición recibida y plantearon nuevas preguntas y desafíos. No se contentaron con interpretar el mundo y pretendieron, como preconizaba Marx, cambiarlo. Nietzsche es el autor que fue más lejos en esa aventura. Fue él quien rompió más a fondo con la tradición cultural de los europeos de su tiempo. Nietzsche se movió en las soledades propias de quien se aleja de todo lo establecido, de todos los convencionalismos, y aprende a pensar por sí solo. Nadie ha superado a Nietzsche en originalidad ni atrevimiento, nadie se ha atrevido a caminar solo, sin la ayuda de ninguno de los ídolos de la tribu.

Las creencias religiosas y morales y la cultura en su conjunto son recursos para sobrevivir, para no volverse loco. Cada sociedad educa a sus hijos en el aprendizaje de unas pautas que constituyen sus cimientos. Todas las civilizaciones se han cohesionado gracias a unos símbolos religiosos, unas ideas sobre el más allá, sobre el bien y el mal, sobre la estructura familiar, sobre lo que es verdad o mentira. Aceptado este discurso, pasa de unas generaciones a otras y nadie tiene el atrevimiento de poner en duda los símbolos, las creencias, los valores de la cultura en que ha sido educado. Algunos se distancian, otros discrepan o dudan, hay quien ironiza, pero nadie concibe la rebelión contra la totalidad de su cultura. Nadie excepto unas cuantas personas, siempre entre la genialidad y la locura, que no aceptan la disciplina que les inculcan mediante la persuasión y también con la amenaza y el castigo. Nietzsche fue uno de esos genios aislados, protagonista de todas las rebeliones y osadías, y por ello cada vez más aislado y solitario. Nietzsche es consciente de que nadie ha de seguirlo, de que lo tomarán por loco. Lo supo, lo dejó escrito, a partir del momento en que rechazó los valores del cristianismo y los juzgó propios de una actitud de esclavos. Para Nietzsche, el cristianismo era una religión sin vitalidad, que enseñaba la mansedumbre y el conformismo, que anulaba la voluntad de poder, que condenaba a los hombres a ser humanos, demasiado humanos. Un camino sin salida, una moral de personas débiles y timoratas que hacían virtud de sus renuncias.

A esa moral de esclavos opuso la moral de los señores, la moral de poder y dominio, la capacidad de gozar, el entusiasmo frente a la moderación, la orgía contra la ética de la renuncia: Dionisio reemplazaba a Apolo, lo que suponía remediar el error que supuso "El origen de la tragedia". El cristianismo había fabricado hombres débiles, que Nietzsche quiso sustituir por superhombres. Frente a Cristo, el Anticristo; contra las enseñanzas de Jesús, las de Zaratustra; la voluntad de poder frente a las virtudes cristianas. Nietzsche tomó conciencia de su singularidad y se apartó del rebaño, de lo que en "Así hablaba Zaratustra" llamó despectivamente "la chusma" y postuló la posibilidad de que muriese el hombre, el último hombre, agotado de debilidad y nihilismo, enfermo de cristianismo, para que naciese el superhombre, dueño de una nueva moral, protagonista de una nueva cultura. "El crepúsculo de los ídolos" anunciado por Nietzsche es la muerte del Dios Cristiano, de una tradición que para él estaba enferma y que había emponzoñado al hombre europeo y era responsable de lo que más tarde Freud llamó "El malestar de la cultura".

A partir de ese momento, Nietzsche está solo, ya nadie puede seguirlo, ha roto con sus viejos maestros, como Richard Wagner, y combate, en desigual contienda, contra la religión y la moral de su tiempo, contra un sistema de valores codificado y sedimentado durante siglos. Ése fue su atrevimiento, y encontró por ello el reconocimiento de su genialidad y el castigo de la incomprensión y la locura. El lenguaje de "Así hablaba Zaratustra" deja de ser el de un filósofo para convertirse en el de un profeta. Para encontrar escritos semejantes hay que remontarse al Antiguo Testamento, a la profecía. Nietzsche es un profeta del superhombre y su obra es un canto a la libertad sin límites, una gesta del pensamiento autónomo, de la tarea de un hombre que cargó con el desmesurado esfuerzo de interpretar, absolutamente solo, al hombre y al mundo.

Esa obra, sin embargo, fue reivindicada y utilizada por los nacionalsocialistas, y en esa paradoja se pone de manifiesto la soledad y el desamparo de Nietzsche, que jamás hubiera aceptado esa patética compañía. Sin embargo, hay cierta coherencia en que los nazis, que pretendieron exterminar la tradición judeocristiana para recuperar el paganismo original de los europeos, dirigieran la mirada hacia Nietzsche, que se había enfrentado a esa tradición acusándola de haber desvitalizado a los europeos. El superhombre nietzscheano tiene su parodia cruel en el nazi, de la misma manera en que Hitler es la caricatura de Zaratustra.

¿Cómo la rebeldía nietzscheana desembocó en los campos de exterminio y en el poder en manos de un hombre que no controlaba sus delirios? La respuesta está más en manos de los psicoanalistas y de los estudiosos de las religiones que de los historiadores. Si las religiones aconsejan la resignación, si hablan del cielo y del infierno, es para consolar al hombre: ortopedia cultural, muletas existenciales. Si se despoja al hombre de esos subterfugios, quedará desnudo, perdido y solo. Si todas las civilizaciones tienen dioses y códigos morales es porque la humanidad no sabría vivir sin esas referencias. Si cada cultura codifica su discurso y lo transmite, es para vestir al hombre, ese hombre al que Nietzsche desnudó sin miramientos.

¿Qué quedó entonces? Un hombre en harapos que se soñó anticipo del superhombre. ¿Se puede demoler el edificio cultural de cada civilización para proceder a su refundición? ¿Es posible el superhombre? Quien tenga la tentación de creer en él, que visite las cárceles, los manicomios y los hospitales. Quizá le baste con ir a una guardería y más tarde a una residencia geriátrica. El hombre será siempre humano, demasiado humano, y por ello hay mandamientos, cielos, premios y castigos, divinidades que se comportan como padres, vírgenes que hacen de madres. Destruir esos prodigios de la ortopedia cultural para vaticinar el advenimiento del superhombre es un desatino que sólo puede concebir un genio al que su singularidad ha aislado absolutamente. El hombre no será nunca un superhombre. Cada vez que se ha intentado crear al hombre nuevo se han abierto de par en par las puertas a lo peor y más antiguo del hombre: Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot.

La atroz paradoja de la obra nietzs-cheana, la más ambiciosa que imaginarse pueda, es que se haya convertido en una filosofía para adolescentes, la época de los grandes y más generosos entusiasmos, sí, pero también de las más grandes ignorancias. La obra de Nietzsche es la de un hombre que supo muchas cosas, demasiadas, pero que no supo ponerse límites. Desde otra cultura milenaria, desalentada y consciente de todas las limitaciones humanas, Lao Tse, quizá el antiNietzsche, lo resumió en pocas palabras: "Las palabras veraces no son hermosas, las palabras hermosas no son verdades".

Escrito en: hombre, Nietzsche, tradición, nadie

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