Editoriales

De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

 T ú y yo tenemos una amiga. No la sabemos apreciar, y sólo cuando se ausenta nos percatamos de lo mucho que la queremos. Cuando se va la extrañamos, y a su vuelta -regresa siempre- la abrazamos, y en secreto pedimos que ya no vuelva a irse. Esa querida amiga es la rutina. En efecto, los días más felices son aquellos que son iguales a los otros días. De pronto llegan días diferentes y la rutina escapa. Entonces somos presa de la angustia; nos sentimos inermes ante un mundo hostil y peligroso. Pero al paso de los días regresa la rutina, y todo vuelve a ser como antes. ¿Es eso bueno o malo? No lo sé. Para disimular mi ignorancia haré la sinopsis (así dijo alguien por decir "sinopsis") de la historia de aquel señor a quien engañó su esposa. Tuvo el primer indicio de esa infidelidad por un anónimo. Eso de los anónimos no tiene nombre. Yo una vez envié uno, pero por escrúpulo moral lo firmé con mi nombre y apellidos. Cuando el señor que digo recibió su anónimo lo primero que hizo fue leerlo. Obró cuerdamente: los anónimos son para que alguien los lea. En seguida lo desechó. Si en alguien confiaba era en su mujer y en el Gobierno. ¡Ah! ¡Cómo lamentaría después esa confianza ciega en una y en el otro! La certeza del engaño le llegó poco después. Al estar haciendo el amor con su señora de pronto ella exclamó: "¡Ranulfo! ¡Ranulfo!". Así se llamaba el amante. Corrigió de inmediato: "Perdona, querido; quise decir: '¡Dios mío! ¡Dios mío!'". Pero el hombre no se tragó la mentira. ¿Qué va de: "¡Ranulfo! ¡Ranulfo!" a: "¡Dios mío! ¡Dios mío!"? Se quedó pensativo; ni siquiera pudo ya seguir a gusto. Ahí mismo obligó a la adúltera a confesar su falta. No la amenazó de muerte: le dijo que iba cancelarle las tarjetas de crédito. Para algunas señoras eso equivale a la pena capital. Ante esa terrible amenaza ella lo confesó todo. Se había dejado seducir por inocencia. Y no era ésa la primera vez: antes ya la habían seducido por inocencia otros hombres. Ocho, para ser exactos. La culpa la tenía -dijo- la deficiente educación que recibió en el colegio, pues a las alumnas se les ocultaban ciertas verdades de la vida. El primer impulso del engañado esposo fue perdonar. ("El que esté libre de culpa.", etcétera). Después de todo, reconoció, él también tenía sus fallas: nunca apretaba desde abajo el tubo de la pasta de dientes, y siempre dejaba los calcetines tirados en el suelo. ¿Y no iba a perdonar el pecado de su esposa? Además ¿qué son ocho veces? (Nueve, para ser exactos). Malo si fueran 50 ó 100. Ella le prometió que no lo volvería a hacer, al menos durante un tiempo razonable, y luego le trajo un cafecito. Ahí habría terminado todo. Sucedió, sin embargo, que el señor se enteró de que ya el barrio sabía de los devaneos de su esposa (de los nueve), y entonces le fue difícil perdonar. Por causa de esa publicidad debía, ahora sí, lavar su honor. Hizo el intento de matar a su mujer ahogándola con una almohada, como Otelo a Desdémona, pero ella se las arregló para respirar por un ladito y aquello terminó en un simple sofocón que sólo le desarregló el peinado a la señora. Luego decidió abandonarla. Se mudó a un hotel, pero no le planchaban bien las camisas, de modo que regresó a su casa. Optó al final por no hacer nada. Allá ella con sus cosas. A él que no le faltaran sus camisas bien planchadas y su cafecito. Y aquí acaba la historia. Acaba en nada. ¿Sabio el señor? ¿Imbécil? No lo sé. En las cuestiones humanas 1 más 1 no siempre suman 2. Sólo quise hablar de esa querida amiga que tú y yo tenemos, la rutina, y decir que a veces se puede volver nuestra enemiga. FIN.

Escrito en: ella, alguien, señor, cafecito.

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