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Episcopeo

HÉCTOR GONZÁLEZ MARTÍNEZ

Aquí estoy porque me has llamado (1 Sam 3,5). Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él (Jn 1, 39)

Después de celebrar los misterios del Nacimiento y de la Infancia de Jesús e incluso su Bautismo el pasado domingo, preparando el comienzo de su ministerio público, iniciamos con este Segundo Domingo el llamado Tiempo Ordinario. San Juan Bautista, que a lo largo del Adviento nos preparó para la venida de Jesús, hoy al verlo pasar, dice a sus discípulos: Éste es el Cordero de Dios (Jn 1,35), palabras que algunos tomaron como invitación a seguirle; concretamente, dos, se acercan a él y le preguntan: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Venid y veréis -les responde-. Entonces fueron... y se quedaron con él aquel día (Jn 1,38-39).

Por otra parte, en la primera lectura hemos visto cómo Samuel, al oír su nombre, piensa que es Helí quien lo llama y acude rápido a su llamada; éste comprende que es Dios quien está llamando al joven y le indica que, si le vuelve a llamar, responda: Habla, Señor, que tu siervo escucha (1 Sam 3, 10). Con ello se nos invita a hacer lo mismo. Por su parte, los dos discípulos del Bautista al escuchar sus palabras sobre Jesús las consideraron como una llamada personal a la que debían responder y lo siguieron.

En efecto, Dios sigue llamando a todos de mil maneras. A unos los llama a la vida consagrada o al ministerio ordenado dentro de la comunidad, y ¡cuántos se hacen los sordos o distraídos!; a otros, a la vida matrimonial; y, desde luego, a todos, a una vida cristiana coherente. Llamada esta que no se hace desde la distancia, sino desde la cercanía, porque la fe, desde siempre, se definió como encuentro personal con Dios, encuentro en el que la iniciativa parte de él, adhesión entusiasta a lo que él quiere; de modo que lo tuyo es decir sí, al estilo de Samuel, de Pablo y de los Apóstoles que siguieron a Jesús.

Y si en el corazón hay entusiasmo, las exigencias de la moral cristiana, lejos de ser un fardo pesado, se transforman en caminos luminosos, porque el amor, el amor verdadero nunca dirá basta y, además, siempre sabe lo que hay que amar. Es por eso por lo que aquel enamorado de Dios que se llamó Agustín de Hipona, pudo decir: "Ama et quod vis fac" (In Iohan. evang., 7, 8), cuya traducción correcta es: Ama y lo que quieres hazlo, y no esa otra que corre por ahí: Ama y haz lo que quieras y que da lugar a tantas aberraciones, puesto que existe, dice el Santo, un amor bueno o verdadero y un amor malo o falso; y si es éste el que te lleva, verdaderamente odias lo que dices que amas.

Volvamos al pasaje evangélico, que se inicia con una mirada de Juan a Jesús y se cierra con otra mirada, la del propio Jesús a Pedro. Son miradas en profundidad que, además, anticipan el futuro de Jesús y de Pedro. Entre ambas miradas discurre también el proceso de los dos discípulos de Juan que fueron tras de Jesús. Uno de ellos: Andrés, hermano de Simón, el otro, casi con certeza, es el propio Juan, autor del evangelio y hermano de Santiago. Ambos oyen, buscan, ven y descubren; y al igual que el Bautista les había comunicado su descubrimiento de Jesús -el Cordero de Dios- también ellos comunicarán su propio descubrimiento, tras haber vivido con él: Hemos encontrado al Mesías (Jn 1, 41).

En el proceso vocacional que vemos en las lecturas de hoy llama la atención, en efecto, que Dios se sirve de otras personas que ayudan a los destinatarios de su llamamiento. Helí supo orientar a Samuel a reconocer la voz de Dios. El Bautista declaró a sus discípulos quién era Jesús. A Pedro le llegó la noticia de Jesús por medio de su hermano.

También ahora Dios es el que llama, pero para ello no se sirve normalmente de milagros o de voces de ángeles sino de la ayuda de otras personas que orientan la vocación. Puede ser la propia familia, unos amigos, unos maestros y educadores, un sacerdote, que dicen una palabra justa; otras veces puede ser un acontecimiento eclesial el suscita el interés. Y siempre será la comunidad eclesial que debe dar testimonio y orientar a los jóvenes hacia una vocación concreta. Por supuesto para que pueda llegar al descubrimiento de Jesús el joven deberá dedicar tiempo a la búsqueda, en el silencio y la oración.

La celebración de la Eucaristía nos ofrece la oportunidad de imitar, ante todo, la actitud del joven Samuel, diciéndole como él al Señor: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Luego ese joven o cualquiera de nosotros será o seremos profetas que hablaremos a los demás en nombre de Dios, pero antes habremos aprendido a "escuchar". El Maestro y Profeta que Dios nos ha enviado, Cristo Jesús, nos irá enseñando sus caminos a lo largo de todo el año. Una primera actitud de sus seguidores es la de "escucharle", en la liturgia de la Palabra de la primera parte de la Misa, con atención y docilidad.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Escrito en: Episcopeo Jesús, Dios, joven, Samuel,

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