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MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

Un fallo de la Corte Constitucional de Colombia, en agosto del año pasado, consideró que los propietarios de cuentas en las redes sociales tienen responsabilidades equiparables a aquellas que poseen los dueños de los medios de comunicación en lo que refiere a la difusión de información, lo que significa que, en caso de publicar falsedades que atenten contra los derechos fundamentales de otras personas, deberán resarcir el daño ocasionado. La decisión se dio luego de revisar un caso en el que una empresaria había publicado en Facebook, sin prueba alguna, que una ex empleada suya le había robado.

Como lo diagnóstico MacIntyre en After Virtue hace ya casi cuatro décadas, vivimos en un mundo que se divide entre individuos que exigen libertades ilimitadas, e instituciones cuyo propósito es restringir esas libertades en un afán de proteger a otros individuos. Hoy las redes sociales son un claro ejemplo de esa lucha. Y más allá de las medidas que aplican los desarrolladores de plataformas como Facebook o Twitter, la sensación reinante es que, en las redes, se puede publicar lo que venga en gana. Cualquier intento externo por regular los contenidos de esos espacios, suele ser repudiado como la más burda de las censuras.

En primera instancia uno podría estar de acuerdo con quienes defienden que en las redes debe haber libertad plena. Sin embargo, no parece exagerado que se exija un mínimo de respeto y de responsabilidad. Sé que la línea que separa la libertad del libertinaje es muy difusa, pero mal haríamos como sociedad si no intentamos, al menos, definir ciertos límites. Es necesario, además, reconocer que los individuos requerimos de las autoridades para vigilar que se cumplan.

Y es que, en el terreno de la realidad, lo que encontramos en las redes sociales no es información que se encuentra compitiendo con otra para ganar la atención. Muchos de los contenidos que se viralizan tienen ese destino gracias al apoyo económico que reciben, tanto en su producción, como en su difusión. En otras palabras, la creación y propagación de materiales para las redes se ha establecido como un próspero negocio del que disponen quienes tienen los recursos para comprarlos, y resulta evidente que a aquellos que se dedican a difundir información a través de las redes sociales no les importa si ésta es falsa.

En el estado más grave de las cosas, existen cada vez más gobiernos que pagan con recursos públicos a quienes producen y difunden información en las redes sociales que daña a sus adversarios, aprovechando el anonimato que les ofrecen esas plataformas.

Tal vez la resolución de la Corte de Colombia no sea la mejor opción para frenar lo que ocurre con las noticias falsas en las redes. Pero, algo se va a tener que hacer para, por lo menos, frenar el negocio de mentir que está enriqueciendo a unos cuantos individuos carentes de la más elemental de las éticas, con dinero de nuestros impuestos.

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